El año de la lectura Blitzkrieg
El 2014 fue el año de la lectura Blizkrieg. Hago un balance y reparo en que no fueron pocos los libros de 100 o 120 páginas que leí en una sola sentada, en dos viajes de taxi con tráfico lento o en un solo vuelo. Libros consumidos en intempestivos asaltos de bibliófilo bombardeo relámpago.
Se bien que la moda en redes sociales exige un top 10 o un top 50 pero en esta ocasión no lo habrá. Hay años cuyo espíritu está marcado e impregnado por un libro en particular que destaca volando por encima del resto, pero no fue el caso de 2014 en donde leí por lo menos siete obras que con casi idénticos méritos podrían pelear por el primer lugar. Aclaro que en 2014 leí no pocos libros publicados a finales de 2013 y por supuesto di rienda suelta a la relectura y a la cacería de lo improbable.
Mi primera lectura del año fue El cerebro de mi hermano, de Rafael Pérez Gay, que consumí en una sola tarde de 1 de enero, oscura, helada y con un poco de fiebre. Las primeras dos lecturas que realmente me volaron la cabeza en 2014, fueron Muerte súbita, de Álvaro Enrigue, y Librerías, de Jorge Carrión, sin duda de lo mejor que leí en los últimos 365 días e indiscutibles aspirantes al primer lugar. Un atípico ensayo sobre Bolaño, Piglia y Pitol llamado Lectores entre líneas, de Neige Sinno, y el libro conversacional El ojo en la nuca, de Juan Villoro e Ilan Stavans, también estuvieron entre la tropa de élite.
La apuesta más sui generis (e incluso diría más útil para mi trabajo) fue Cómo dibujar una novela, ensayo de Martín Solares que leí casi completo en una sola mañana mientras esperaba la llegada del camión escolar de mi hijo afuera del zoológico de San Diego. Creo que no hubo página del libro de Martín que no subrayara o garabateara. Un librazo.
Entre los libros nocturnos de buró y duermevela que marcaron mis madrugadas de Funes el memorioso, destacan Nada se opone a la noche de Delphine De Vigan y En la orilla de Rafael Chirbes. Frente a una cerveza y un coctel de pulpo en mariscos La Cacho disfruté Indio borrado, de Luis Felipe Lomelí y en una larga tarde de campamento con Iker en Toys R Us devoré Taller de no ficción, de Bruno Piché.
Hubo algunas lecturas a las que llegué algo tarde este año pero igual me rompieron la madre como Efectos personales, de Villoro; Autobiografía soterrada, de Pitol; la Fábula de las regiones, de Alejandro Rossi y París no se acaba nunca, de Vila-Matas (este último leído durante un viaje a La Paz). También releí muchísimo Federico Campbell, Malcolm Lowry y algo de Revueltas.
Entre las serendipias pepenadas en la feria de libro antiguo organizada por El Grafógrafo, destacan Gilles y Juana, de Michel Tournier; La historia del buen viejo y la bella muchacha, de Italo Svevo; El visitante y otras historias, de Dylan Thomas y Palabra capital, un retrato literario de Bogotá pintado por más de medio centenar de narradores.
Por azares de la vagancia libresca fui invitado a ser presentador de algunos libros de colegas y todos resultaron ser gratas experiencias. Fue el caso de Dreamers de Elieen Truax; El misterio de la orquídea calavera, de Élmer Mendoza; Seguir a los gansos, de Javier Fernández y El extraditado, de Juan Carlos Reyna.
También seguí en mi plan de reivindicarme con Bolaño leyendo Amuleto, La pista de hielo y Nocturno de Chile (me aguarda en fila Mounsieur Pain).
Durante la escritura de mi ensayo Cartógrafos de Nostromo, releí en primavera una buena dosis de Siglo XIX mexicano con obvia mención honorífica al México 1827, de Henry George Ward y Poinsett, historia de una gran intriga, de José Fuentes Mares, con escarceos al Ensayo histórico sobre las revoluciones de México, de Lorenzo de Zavala y cantidad de piezas mostrencas pepenadas en internet.
En este último mes en que he realizado tres viajes he leído uno o hasta dos libros en un solo vuelo. Fue el caso de Reseñas intempestivas, de Hugo Valdés, que leí en menos de lo que llega un avión de Tijuana al DF. Un traslado de Cuernavaca al aeropuerto chilango me bastó para leer La literatura es mi venganza, librito charla de Claudio Magris y Vargas Llosa y en el vuelo México-Tijuana leí La boca llena de tierra, del serbio Branimir Scepanovic. Otro trayecto México-Tijuana fue también suficiente para leer El café de la juventud perdida, de Modiano y para dejar casi concluida La hierba de las noches, del mismo autor.
Los cielos peninsulares en un trayecto La Paz-Tijuana enmarcaron mi lectura de las minificciones de El sonido de las hojas, de Cristina Rascón y su traducción de Dos mil millones de años luz de soledad, del poeta nipón Shuntaro Tanikawa. También hubo espacio para algunos cuentos vagamundos de Pablo Rochín, la autobiografía no autorizada de Gabriel Trujillo y Obituarios intempestivos de Rael Salvador (cuyo manuscrito tuve la fortuna de leer antes de tener el ejemplar impreso en mis manos).
La mayor pérdida del tiempo fue leer un mal mastodonte de aparador llamado La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Joel Dicker y con toda franqueza me decepcionó un poco el informe (que no ensayo) Campos de guerra, de Sergio González Rodríguez (segundo año consecutivo en que el Premio Anagrama de ensayo no está a la altura). La fiesta de la insignificancia, de Kundera, fue el nostálgico reencuentro con un viejo compañero de juventud, pero quedará solo en añoranza por lo que un día fue.
Una sola sentada en la silla de mi biblioteca y un solo vaso de Jack Daniels me bastaron antenoche para leer y alucinarme con Por qué no vuelves y me dejas en paz, de Gerardo Ortega (natural born poet mi orteguiano compañero de ruta).
En la fila de lectura aguardan El dueño y el creador. Acercamiento al dédalo narrativo de Sergio Pitol, de Hugo Valdés; Historia descabellada de la peluca, de Luigi Amara, y Un hombre enamorado, del noruego proustiano Knausgard. Mi última compra del año será sin duda Después del invierno, de Guadalupe Nettel.
El evento del año que más disfruté fue sin duda la charla Literatura y violencia con mi colega Javier Valdés y Sabino en el Jardín Velasco de La Paz (estaba programada para 60 minutos y se extendió por más de dos horas y media por la nutrida participación del público). La cuenta pendiente saldada fue por fin presentar Cartografías absurdas de Daxdalia en Tijuana (hubo también una pequeña presentación conjunta en Southwestern College en Chula Vista). Un evento particularmente triste y lleno de involuntarios adioses fue la charla sobre Juan Rulfo impartida por Federico Campbell en la Cineteca del Cecut. Sin saberlo, fue esa helada noche de invierno fue su gran despedida de los tijuanenses. La Máscara de la Muerte Roja estaba sentada en el teatro.
El mejor rincón libresco que encontré fue La Rana de la Casona, una improbable covacha en Cuernavaca (misma que aparece en la foto) en donde fui tratado como parroquiano y no como cliente e incluso me permití subir a la escalera móvil para explorar el techo.
Los adioses más tristes, ni duda cabe, Federico Campbell y Vicente Leñero. Hermanados por la honestidad de su legado literario, pero sobre todo por su vocación de generosos incurables.
Mi principal deseo literario para 2015 es publicar y sacar a pasear Cartógrafos de Nostromo y Dispárenme como a Blancornelas. Quiero poder escribir tanto y con tan buenos resultados como en 2014 y si no fuera mucha molestia, que por favor me paguen ya el Premio Malcolm Lowry.
Faltan muchos y sin duda omito algunos libros significativos (pues estoy escribiendo de botepronto y fiado a la memoria) pero en resumen estas fueron mis lecturas en el 2014. ¿No le gustan? No se preocupe, tengo otras.
DSB