Eterno Retorno

Wednesday, December 24, 2014

Hay mil y un fantasías posibles inspiradas por las islas. Son, a un mismo tiempo, último reducto y territorio rebelde; escondite de prófugo y dimensión alterna; el salto a la otra realidad o esa vida plena siempre yaciente en otra parte. Las islas -como San Juan de Ulúa en 1825- son el último reducto donde sobrevive el vestigio final de un emperador destronado. Jirón mostrenco de un imperio en extinción, en las islas malcome el rey en el exilio cuyas noches insomnes se diluyen en fantasiosas conspiraciones reaccionarias condenadas al fracaso. Desde el peñasco más alto, el depuesto monarca mira las costas de su imperio condenadas a estar cada día un amilla náutica más lejos. Por supuesto, he alucinado también con la otra cara de la moneda: las islas se transforman en plaza insurrecta, bastión rebelde, terruño liberado. Feudo guerrillero desde donde se emiten mil y un proclamas y manifiestos contra la tiranía. Las islas como puerto libre a donde arriba el armamento y una horda de combatientes voluntarios. Escenario de cañoneos y fuegos cruzados; de himnos libertarios y ceremonias de banderas negras, las islas parecen acercarse cada día a la costa. La oligarquía tiembla. Al Capone vive en el subconsciente y en las fantasías de los promotores de leyendas tijuanenses. Alguien ha hablado de la existencia de un casino clandestino en aquellas islas operado a la distancia por el jefe mafioso. Alguien ha imaginado cabaret y rojas alfombras; glamour y orgía. Una Sodoma principesca y mafiosa que se diluye en el humo de nuestras patrañas. Las islas me han arrancado más de un prescindible exabrupto literario. Alguna vez las imaginé como el hogar de una misteriosa mujer llamada estereotípicamente Milena Herzingova, quien se las arreglaba para emitir señales con una linterna de luz púrpura que brillaba en las noches de neblina. Las islas fueron también el centro ceremonial de una secta maligna cuyos adeptos estaban marcados por un hexagrama dibujado con cuchillo debajo de la nuca. Imaginé rituales de jaulas, cadenas y capuchas de seda; alargados gorros de disciplinantes, látigos, velas y una dosis de sodomía. Las islas fueron también el escenario de un mitin proselitista con más de diez mil acarreados en donde hubo torta, cohete, maraca y fotografías del candidato cargando escuincles pringosos. En las islas hubo también un rave de fin de milenio en donde improbables pinchadiscos y cazadores de liturgias químicas se perdieron para siempre. De aquella fiesta sobrevive tan solo un sintetizador de fabricación alemana encontrado por los rumbos de Puerto Nuevo y un viejo flyer psicodélico pegado en una pared de la Ciruela Eléctrica. Una fantasía aún no materializada en palabra escrita (de hecho se me está ocurriendo en este momento) es la de las islas Decamerón. Una peste ha devastado por completo el litoral californiano y bajacaliforniano, pero una decena de audaces logra escapar en una barca de pescador y establece en las islas una comuna libre de epidemia. No sabemos (y no me corresponde aclarar ahora) cómo carajos sobreviven, pero diremos que matan el tiempo narrándose historias. A la distancia la gente muere cual moscas mientras los prófugos cuentan cuentos y se enamoran. Todo México se pudre contagiado por la peste (ébola ricketzia, lo que usted guste) pero los diez de las islas sobreviven y frente a ellos queda la ruda tarea de repoblar la Tierra.