CUANDO EL ESCRITOR SE TRANSFORMA EN SOUVENIR- Por Daniel Salinas Basave
En La Ignorancia, una de sus novelas tardías, Milan Kundera incluye entre los personajes a un bobalicón turista sueco llamado Gustaf quien luce orgulloso una camiseta con el dibujo de un escuálido tuberculoso bajo el cual se lee “Kafka was Born in Prague”. La playera es representada en la historia como el non plus ultra de lo kitch y lo banal, un símbolo ridículo para reflejar la Praga de los 90, cuyas calles están atiborradas de extranjeros sedientos de cerveza y fotografías góticas en este viejo edén redescubierto tras la caída de la cortina socialista. De pronto, el autor de El Proceso se ha transformado en suvenir turístico. El rostro de Franz Kafka yace en llaveros, tazas, gorras, camisetas y los guías ofrecen tours kafkianos por la ciudad, esa Praga que nunca es nombrada en su obra y que sin embargo es omnipresente. La misma Praga en donde Kafka fue profundamente infeliz. Es obvio que el asunto molesta a Kundera, sin embargo Kafka no es el único monstruo sagrado de las letras cuyo destino ha sido ir a parar a la camiseta de un turista que nunca lo ha leído ni lo va a leer en su vida. Hay ciudades cuyos literatos se transforman en atractivo turístico. La estatua de Fernando Pessoa en el Café de la Brasileira de Lisboa nunca está sola. El pedazo de bronce que evoca al poeta se ha acostumbrado a los abrazos de atolondrados turistas. Frente al monumento llegan incluso a formarse filas y los visitantes son capaces de esperar largos minutos (hay crónicas que hablan de media hora en temporada alta) con tal de poderse tomar su foto compartiendo un café con la estatua. Es obvio que muchos de los visitantes que aguardan en la fila nunca en su vida han leído a Fernando Pessoa, pero posiblemente algunos de ellos se animen a leerlo después de tomarse la foto. Junto con las camisetas y los llaveros, en las tiendas de recuerditos y en los aeropuertos también se venden pequeños compendios de su obra que algunos sin duda leerán en el avión de regreso. Que el recuerdo de un escritor se transforme en postal o suvenir no me parece tan mala idea. Los puristas dirán que el turismo lo banaliza o lo convierte en una caricatura. Yo pienso que, pese a todo, lo mantiene vivo. Hay ciudades cuyas calles están impregnadas por la esencia de los escritores que las habitaron (o que aun las habitan). Muy pocos de los turistas que celebran en Dublín el Bloomsday bebiendo cerveza oscura y comiendo riñones fritos, se han animado a entrarle a ese reto de lectura olímpica llamado Ulises. Da lo mismo; con o sin lectores reales, Joyce ha creado el día más largo de la literatura universal y el 16 de junio es, después del Día de San Patricio, la segunda gran fiesta de Irlanda. La Taberna de Auerbach, en Leipzig, es el sitio en donde Fausto y Mefistófeles inician su recorrido por el mundo sensual y en donde el tentador brinda y dialoga con unos parroquianos. Esta taberna, que fue frecuentada por Goethe en sus tiempos de estudiante, fue también visitada (cuenta la leyenda) por el original doctor Johan Faust (inspirador de la figura de Fausto en Marlowe y Goethe). Los ejemplos son inagotables. En Londres hay un parque temático llamado Dickens World, mientras que la única razón que puede llevar a un turista a navegar en Mississippi a bordo de un vapor en Hannibal, es sumergirse en el mundo de Mark Twain con niños vestidos de Tom Sawyer. El tucumano Tomás Eloy Martínez juega con el tema en su novela El Cantor de Tango, al imaginar como la casa de la calle Garay en el barrio de Palermo en Buenos Aires, donde Jorge Luis Borges sitúa El Aleph, es transformada en atracción de tour. Por unos cuantos dólares, los turistas pueden entrar a la casa que en el cuento de Borges fue de Beatriz Elena Viterbo, bajar al sótano y contemplar el Aleph representado por un juego de luces y sombras en el techo. Si tal recorrido existiera, no dudo que habría miles de turistas dispuestos a pagar por él. Pero no solo los escritores clásicos se transforman en suvenir. También los escritores vivos y activos inspiran peregrinajes por las calles de sus novelas. Tal vez el extremo de la cuerda sea el turco Orhan Pamuk, que no conforme con impregnar Estambul con su narrativa, ha abierto un museo real para escenificar su locura de amor reflejada en el Museo de la Inocencia, una casa de tres pisos cercana a la Plaza Takzim, escenario recurrente de su obra. En Brooklyn, por ejemplo, existe un tour para contemplar escenarios de las novelas de Paul Auster, quien ha habitado y sigue habitando ahí, mientras que el Tokio de Murakami empieza a convertirse en recorrido obligado para sus miles de lectores alrededor del mundo. Lo cierto es que esnobismos aparte, poder recorrer el espacio donde transcurre una novela que ha sido significativa en nuestras vidas trae consigo su dosis de magia. El primer capítulo de Sobre Héroes y Tumbas de Ernesto Sabato transcurre en un lugar muy específico: la banca ubicada a un lado de la estatua de Ceres en el Parque Lezama de Buenos Aires. En ese lugar se da el primer encuentro de Alejandra y Martín. Cuando una mañana nublada y solitaria fui a sentarme en esa banca a un lado de la vieja y derruida estatua, donde no hay ninguna placa ni recuerdo alusivo a la novela, tuve la extraña sensación de estar acompañado por el espíritu de seres nacidos en la imaginación de un escritor hace más de medio siglo. De acuerdo, es absurdo recorrer calles tratando de seguir el rastro de personajes imaginarios, pero ese es precisamente el hechizo de la literatura. Personajes nacidos en la cabeza de un loco acaban por adueñarse del territorio que inspiró su creación. Nadie sabe a ciencia cierta dónde exactamente están Macondo y Yoknapatawpha y sin embargo, ni el Caribe colombiano ni el Sur Profundo de Estados Unidos son los mismos después de García Márquez y Faulkner. Tan potente es la literatura, que es capaz de marcar y transformar geografías como lo haría un desastre natural o una arquitectura extrema