Eterno Retorno

Tuesday, August 27, 2013

Me confieso un lector omnívoro. Así como existen animales cuyo organismo digiere lo mismo vegetales que carne fresca o carroña, mi sistema digestivo bibliófilo suele procesar con apetito casi cualquier papel con tinta. La regla no escrita es que sobre el buró puede haber obras gourmet en promiscua convivencia con vil chatarra editorial. Un umbral tan amplio de tolerancia acarrea ciertos riesgos inevitables. La probabilidad de tragar textos podridos que inducen al vómito casi inmediato es amplísima, pero acaso el gusanito que mantiene vivo este vicio es la posibilidad siempre latente de encontrar un diamante en la más insospechada piedra de carbón. Por fortuna en esta adicción no hay reglas inamovibles. De la misma forma que un exquisito producto intelectual de vanguardia puede resultar un bodrio, una novelucha de supermercado sin otro propósito que el entretenimiento puede resultar una agradable sorpresa. La lectura debe ser un acto hedonista. Lo único que justifica el vicio literario es el disfrute. Si en lugar de disfrutar sufres, es mejor dejarlo. Lo importante es tratar de liberarse de prejuicios a la hora de empezar a leer y dejar que el texto hable por sí mismo e intente defenderse solo. Si el texto acaba por naufragar será como consecuencia de su lectura y no de ideas preconcebidas. Esta condición de lector omnívoro y promiscuo ha dado lugar a improbables vecindades en páginas de reseña. Hoy en Biblioteca de Babel hemos puesto a convivir a un producto del underground norteño con un best seller de aeropuerto. Cierto, los separan varios millones de ejemplares vendidos y mientras a uno puedes encontrarlo en la sección de libros de casi cualquier supermercado, al otro debes buscarlo con paciencia en santuarios de bibliófilos exigentes. Da lo mismo: ambos han vivido en amasiato sobre mi buró y a cada uno lo disfruté a su manera. Empecemos con el producto del underground, un libro de cuentos llamado La marrana negra de la literatura rosa. Algo está pasando en Coahuila que desde un tiempo para acá arroja agradables sorpresas literarias. Al menos en este año han caído en mis manos dos buenos libros “made in Saltillo”. Primero fue Canción de tumba de Julián Herbert, que hasta este mes de agosto sigue siendo lo mejor que he leído en lo que va de 2013. Ahora cayó en mis manos esta sui generis marrana negra. Parece ser que a esa bestia mitológica llamada narrativa norteña le ha llegado muy pronto su caricaturización. Si Daniel Sada hizo del desierto y la casa de adobe un malabar prosístico extremo y Elmer Mendoza puso a los portugueses a traducir “culichi”, ahora ha llegado una generación de narradores jóvenes dispuestos a hacer del gran Norte una caricatura, una suerte de cómic rebosante de humor negro. Acá en Tijuana ya lo hizo el colega Julio Cruz con su Prosa lavada, que parece proceder de la misma hormona de donde brotó la negra marrana. Tampoco es para tirar a loco a quien caricaturiza el cliché. A Carlos Velázquez se le agradece, sobre todo, el sentido del humor. Sus personajes son ridículos y extremos. Se tornan verosímiles en la medida que son exagerados. Al no haber ni asomo de solemnidad en ellos, el lector acaba por aceptarlos aun sabiendo que son imposibles. El contexto de las historias, con personajes marginales sometidos a situaciones absurdas, me recuerda a los relatos cortos del escocés Irvine Welsh. En el primer relato, un gordo acomplejado que desea juntar dinero para una liposucción, planea el despiadado asalto de su abnegada madre ciega, azuzado por una trepadora esposa que aspira raya tras raya de cocaína con ocho meses de embarazo. En el segundo relato, una escultural “vestida” con una nariz de Cyrano, se liga un beisbolista cubano estrella. La única meta en la vida del travesti es poderse operar su descomunal nariz, causa de su eterna derrota en los certámenes de miss gay. Encontramos a un joven con síndrome de down, que de pronto se convierte en la estrella de una banda punk y a una extraña marrana negra capaz de dictar monumentales novelas rosas. El lenguaje es híbrido y contrastante. La voz de los personajes es néctar de calle, aunque al final se impone la voz neutral del narrador, que acaba por dar aderezar al relato con cierta pizca ensayística. El humor negro es la herramienta que nos permite creer en la posibilidad de esos personajes de circo bizarro. Sabemos de antemano que estamos frente a una narrativa que hace de la exageración una virtud. Al ser personajes circenses, el lector se olvida de exigir realismo o solemnidad. Es como pretender dar dramatismo al asesinato en una película de Tarantino. Mención aparte merece la editorial que publica a Carlos Velázquez, Sexto Piso, sin duda el sello que más agradables sorpresas me dado en los últimos meses, pues lo mismo podemos encontrar mozalbetes irreverentes de taller marginal, que incomprendidas plumas de eruditos decimonónicos o joyas balcánicas como Milorad Pávic y Goran Petrovic.