Los fusilamientos michoacanos y la masacre de las bananeras
La historia de los fusilamientos en San José de Gracia,
Michoacán, me ha hecho recordar un célebre pasaje de Cien Años de Soledad. Me
refiero a la masacre de las bananeras, cuando una muchedumbre huelguista es
ametrallada en una plaza. José Arcadio Segundo es
testigo de la matanza.
“¡Cabrones, les regalamos el minuto que falta! El capitán
dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el
acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran
estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante
tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más
leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre
compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea”. La
plaza quedó sembrada de cadáveres. José Arcadio Segundo salva la vida de puro
milagro. Fue dado por muerto y arrojado a un tren.
Horas después se despierta a bordo de un vagón donde yace
sobre una pila de cadáveres. “Debían de haber pasado varias horas después de la
masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y
su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el
vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se
transportaban los racimos de banano”.
José Arcadio salta del tren en plena marcha, retorna a
Macondo y se encuentra con que nadie le cree cuando habla del horror que ha
vivido. La masacre no había sucedido nunca. Los militares anunciaron que cuando
escampara firmarían el acuerdo de paz. Y entonces empezó a llover y “llovió
cuatro años, once meses y dos días”.
En Michoacán, el José Arcadio Segundo que funge como
testigo es la cámara que graba a las 17 víctimas a la hora de ser formadas en
el paredón y las ametralladoras al momento de apuntar. Irrumpen las detonaciones,
los gritos, la cámara tiembla y solo se ve el humo. Después, la nada absoluta.
El relato presidencial habla de casquillos, vehículos baleados, una bolsa con
restos humanos, pero no cuerpos y si no hay cuerpos, entonces no existió la
masacre, al menos no para la historia oficial. El eterno enfrentamiento entre
la verdad legal contra la verdad de la calle. Los aplaudidores oficialistas
sugieren un montaje. En Macondo los cuerpos fueron apilados en un tren y en San
José de Gracia se los llevaron en camionetas. La masacre yace en esa difusa y
espectral penumbra tan latinoamericana, un límbico territorio donde las
fiscalías se vuelven creadoras de alucinantes ficciones. Así transcurren nuestras vidas en el realismo mágico.