Enseñar a escribir
Al cabo de varios años de ser arriero y en el camino andar, me he dado cuenta que en el mundo de las letras el negocio no es vender libros (que por lo demás nadie compra) sino ofrecer talleres. A ojo de pájaro miro la plaza pública de Facebook y Twitter y reparo en que hay (ahora y siempre) decenas de talleres literarios: presenciales o virtuales; masivos o selectos; para principiantes y avanzados. Los hay de dulce, chile y de manteca. Algunos con nombres sofisticados como laboratorio de postnarrativa o clínica de deconstructivismo poético y otros que se hacen llamar simple y llanamente taller literario. Leo el menú y confieso que a más de uno se me antoja en verdad inscribirme. A lo largo de mi vida he participado en tres talleres y sólo uno de ellos - el de Rafael Ramírez Heredia- me dejó una huella profunda y enseñanzas que aún aplico. La última vez que acudí a un taller fue en septiembre de 2001 (días antes de la caída de las torres) con Mario Bellatin y la verdad es que como tallerista me decepcionó un poco (y hace mucho que como escritor tiende a aburrirme).
Si me dieran a elegir entre impartir un taller literario o tomarlo, prefiero la segunda opción. Me gusta más ser alumno y llegar con mi taza vacía. Si quieren que sea brutalmente honesto (y les juro que aquí no hay ironía oculta) la realidad es que yo no tengo idea de cómo enseñarle a escribir a alguien, si es que tal cosa es posible. ¿Qué le diría a ese hipotético e improbable alumno? No sé si tengo algo que enseñar, pero creo que aún tengo mucho que aprender. Muy a menudo la gente me pide consejos o tips para escribir un cuento, una novela o un testimonio autobiográfico.
Mi respuesta no suele variar mucho: Lee, lee y lee. Sé un lector omnívoro y hedonista. Lee de todo y hazlo por puro y vil principio del placer. No olvides nunca que el lector es el personaje más fascinante y enigmático del universo literario. Siéntete orgulloso de ser lector. La escritura llega solita, casi como consecuencia inevitable. Camina y habla solo. La mejor escritura suele brotar sin pluma ni teclado de por medio y su territorio natural son las caminatas. Estoy a punto de decir que también brota sin palabras, pero el lenguaje es una lapa terca. Aún en el más demencial e inconexo ritual de libre asociación de imágenes y sensaciones las palabras siempre estarán ahí.
Viaja. Caminar por vez primera una ciudad desconocida es uno de esos rituales por los que la vida merece la pena ser vivida, pero no olvides que también las calles de tu barrio son misteriosas e infinitamente extrañas si sabes cultivar el arte de perderte y mirarlas con ojos forasteros.
Mucho más que eso no puedo decir. Todo es tan sencillo o complicado como se le quiera ver. Cuenta un cuento. Parece una obviedad, pero a menudo olvidamos que aquí lo fundamental es narrar una historia, tener un personaje y plantear un dilema. Escribir ficción es mentir. Aquí se trata de hacer fintas, gambetear al lector, ser tramposo y chapucero. Sé un ilusionista y aprende a sacar conejos bajo la gorra. No hay reglas de oro ni leyes eternas. Lo que a mí me funciona a otro le choca. La única certidumbre es que vale la pena morir en el intento.