El librero es un hermano vocacional del cantinero y acaso también del farmacéutico. Más allá de las sutiles diferencias entre despachar licores, medicinas o libros, los tres acaban fungiendo como consejeros espirituales, vertederos de confesiones y testigos de las más extrañas conductas. A su manera ejercen una suerte de pagano sacerdocio.
La librería, zona sagrada del universo literario, no es muy diferente de la cantina. Para los parroquianos y los lectores de cepa, la cantina y la librería no son estación sino destino. No son un medio sino un fin y cruzar sus puertas significa atravesar el umbral hacia un universo paralelo, un sitio en donde afloran pasiones, furtividades y rutas de escape. Un tiempo fuera del tiempo, un alucinante río subterráneo que fluye bajo la mentirosa superficie del ritual de lo habitual.
¿Qué diablos hacen los libros cuando no los vemos? ¿Celebran aquelarres y orgías tras las puertas cerradas de una librería o simplemente duermen la mona? Semejantes versiones nunca podremos probarlas, pero lo innegable es que los libros suelen tener vida propia y a menudo no es la que su autor imagina. En cualquier caso, de lo que en la librería sucede solo los chamanes libreros se enteran.
El lector es el personaje más fascinante del universo literario y la librería es su santuario. La gran paradoja es que libreros y librerías han sido tradicionalmente marginados a la periferia de la historia de la literatura, aferrada en colocar en el centro a los autores y sus obras.
Tuesday, September 04, 2018
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