Protocolo del estiercol (fragmentito)
Su rostro empezó a aparecer a cuadro todas las noches. Aunque extrañaba la adrenalina callejera, le gustó el estrellato y la condición de celebridad otorgados por la conducción. De la noche a la mañana se estaba convirtiendo en el comunicador más visible y reconocido de Baja California. La mala noticia para él fue que el tren de la historia y la tecnología no parecía detenerse y por vez primera desde la fundación de la televisora, el rating se estancó y empezó lentamente a caer. La audiencia se fue tornando otoñal. Mirar el noticiero era costumbre de ancianos. Los jóvenes eran felices con chuscos videos de YouTube y el trono de los viejos comunicadores empezó a ser usurpado por irreverentes influencers de red social. En un mundo en donde todo mundo tenía en una cámara de video en la palma de su mano, la vida empezó a dejar de sonreír y las vacas ya no fueron gordas. Los anunciantes dejaron de llegar en tropel y los chayotes políticos disfrazados de contrato publicitario dejaron de ser de cinco ceros.
Entonces reparó en que su noticiero debía intentar surfear en la cresta de la ola si no quería morir ahogado.
Las nuevas generaciones demandaban acción, crudeza, realismo y una dosis de risa. Ahora debía conseguir la mezcla perfecta entre gore y humor, el matrimonio de lo macabro y lo chusco, mientras la televisora apretaba el cinturón y ordenaba recortes de personal y políticas extremas de ahorro.
Con menos reporteros a su mando, debía arreglárselas para competir con esa guerra de guerrillas integrada por youtubers y esporádicos cazadores de información. Intentaba, en la medida que los códigos internos y los compromisos políticos lo permitían, relajar el contenido y el lenguaje de su noticiero, pero aquello resultaba forzado o ridículo. Los viejos televidentes se quejaban del rumbo que intentaba tomar el conductor, pero los jóvenes ni por casualidad encendían el televisor. Para ellos bastaba y sobraba con el descomunal menú de sus teléfonos inteligentes.