Eterno Retorno

Tuesday, July 12, 2016

Podemos leer este ensayo como un relato de frontera. La historia de un camino de vida y una vocación donde lo fronterizo encarnó como un territorio narrativo pero sobre todo como una condición ontológica. La frontera es línea o fisura; umbral o cicatriz; límite o punto de partida. En Federico Campbell la frontera fue pathos y karma. No fue un ritual de cruce o un parte aguas, sino una condición omnipresente en su existencia. La frontera encarnó en él y no pudo nunca dejarla atrás. Fue su Ítaca y su Luvina; la tierra mítica a la que siempre estaba retornando y el pueblo obsesivo y castrante que se quedó a vivir en sus duermevelas. La frontera fue un limbo y una sombra que definió e impregnó toda su obra. No es casualidad que un trastorno de la personalidad, más común de lo que se cree, se denomine “límite” “o fronterizo”. Los “borderline” viven en una casi perpetua dicotomía a lo Jekyll y Hyde. La condición fronteriza es un permanente estado preesquizofrico, un oscilar entre dos hemisferios. Como en La Máscara de la Muerte Roja, la sombra fatal ya estaba ahí, sentada junto a Federico, quien hablaba de Juan Rulfo ante una Cineteca abarrotada. Afuera de la sala Carlos Monsiváis, más de medio centenar de tijuanenses que no alcanzaron lugar miraban al escritor a través de las pantallas. La noche era fría y la sombra al acecho comenzaba a tender su manto. Federico platicaba, ameno, disperso, diluido en la magia de la libre asociación, llevándonos de las llamas del llano siempre ardiente a las trampas tendidas por nostalgia y la memoria en la mente de un narrador. Las charlas de Campbell siempre tuvieron la cadencia del parroquiano que caza recuerdos e ideas en el aire, exento por fortuna del académico patetismo padecido por tantos engendros culturales. En la novela de su vida, aquella noche invernal en la Cineteca fue el último acto, la involuntaria despedida. Como en la Muerte en Venecia, el mal aguardaba acechante en cada rincón, aunque hasta ese momento la autoridad sanitaria se aferrara a negarlo. El mal yacía en la sala esparciendo silencioso su cepa asesina. La Muerte tomaba su reloj de arena. “Mi tío no se ha sentido muy bien este día”, me dijo su sobrino Eduardo