Las traicioneras lágrimas de Pancho Villa
Publicada en El Informador de hoy
Hay personajes devorados por las fauces de su propia leyenda. La mitología surgida en torno a su figura crece hasta transformarse en una bestia voraz empeñada en consumir cualquier vestigio de vida real en torno a ellos. Nuestra bestia mitológica por antonomasia, el Megatherion de la historia de México tiene nombre y apellido: Doroteo Arango. ¿Lo duda? Vamos haciendo la prueba. Piense usted en un personaje de la Revolución. El que llegue de visita a su cabeza en los primeros tres segundos. La apuesta va, sin temor a perder, a que pensó usted en Pancho Villa. Tal vez en segundo lugar llegó corriendo Emiliano Zapata, pero Villa se quedó con el monopolio de la imagen oficial de la Revolución Mexicana, la cara más reproducida y por supuesto, la leyenda más contada. Muy atrás llegaron Madero, Felipe Ángeles, Álvaro Obregón y Venustiano Carranza. Si la popularidad y el mito se midieran en número de versos y notas musicales inspiradas, podemos afirmar que Pancho Villa tiene más corridos que todo el resto de los personajes de la Revolución juntos. ¿O conoce usted una canción popular dedicada a Plutarco Elías Calles? Vaya, hasta los caballos de Villa tuvieron sus respectivos corridos, desde el Siete Leguas al Grano de Oro pasando por el Prieto Azabache (aunque éste último murió fusilado antes de poder ser montado por el Centauro) Con una leyenda de ese tamaño llevada a cuestas, ¿es posible encontrar al ser humano? La leyenda de Pancho Villa, el fantasma que cabalga por las noches en las sierras de Chihuahua, Robin Hood norteño que escondió un tesoro de cientos de miles de centenarios en algún desfiladero de Durango o Chihuahua, héroe de nacionalistas que lo glorifican como el único caudillo que se atrevió a invadir territorio estadounidense. O prefiere usted el mito de Doroteo Arango, el cuatrero inclemente que tapizó de muertos las llanuras norteñas, el sanguinario iletrado y fanfarrón que entronizó al México más bronco, el genocida de chinos de la Laguna y soldaderas de su propia tropa. Al final, después de escuchar tantas leyendas y corridos sobre balazos compulsivos y redenciones populares, uno acaba por preguntarse ¿y quién diablos fue en realidad este hombre? De entrada, un ser humano cuyo cerebro es un reto para la psicología. Su inestabilidad emocional llegaba a niveles de barroquismo difíciles de creer. Villa era un tipo de bala y lagrima fácil. Con la misma despreocupación con que sacaba la pistola y mataba a mansalva en un arranque de furia, Villa podía echarse a llorar por cualquier nimiedad. Era un tipo profundamente sentimental al que el llanto podía traicionar en la situación menos esperada. El estereotipo asocia a Pancho Villa con tequilas bravos y pendencias cantineras y mucho se sorprende la gente cuando descubren en él a un abstemio que jamás bebió alcohol y que sentía asco por la bebida, además de ser intolerante con los borrachos. En Villa la historia de lo que pudo haber sido es tan enorme como la historia de lo que fue. Hay en la vida de todo hombre un momento que define el camino de su existencia. En la del Centauro ese momento fue la tarde de septiembre de 1894 en que disparó una pistola contra el hacendado Agustín López Negrete, quien deseaba ejercer por la fuerza sus derechos sexuales patronales sobre la hermana del adolescente Doroteo Arango, de entonces 16 años. Los balazos a López Negrete lo transformaron en prófugo. El joven forajido, que tal vez hubiese llevado una triste vida de peón en una hacienda, se tuvo que convertir en un ladrón de vacas. El nombre de Francisco Villa lo tomó de un bandolero así llamado que había sido una suerte de benefactor en el negocio del cuatrerismo, caído en medio de una reyerta. Otra versión dice que el padre de Doroteo Arango era hijo ilegítimo y que el abuelo del Centauro en realidad se llamaba Jesús Villa, cuyo apellido decidió tomar. El otro gran momento en la vida de Villa, fue cuando el bandolero es redimido por el Apóstol de la Democracia, Francisco I. Madero, quien por recomendación del gobernador de Chihuahua, Abraham González, invitó al cuatrero a unirse a su movimiento. El rico hacendado que se comunicaba con los espíritus y que jamás mató una mosca, abrazaba al iletrado y salvaje robavacas. El sentimental Villa lloró ante Madero, se arrepintió de sus pecados y guardó eterna lealtad al chaparrito de Parras. No se sabe si sus amigos los espíritus lo aconsejaron a través de la ouija, pero el caso es que Madero fue una revelación como cazatalentos al invitar a Villa a su movimiento, pues el cuatrero montés que jamás había estudiado en colegio militar alguno y que de hecho no sabía leer, se transformó en el más consumado estratega militar de la Revolución Mexicana. Otro momento clave en la vida de Pancho Villa se da en 1912, cuando siendo un coronel subordinado de Victoriano Huerta, quien entonces defendía al gobierno de Madero contra la rebelión de Pascual Orozco, estuvo a punto de ser fusilado por su jefe. Una vil insubordinación, un pleito por una mula, pero el caso es que Huerta estuvo a minutos de dar la orden de fuego y matar a Villa. Cuando un año y medio después el Centauro del Norte despedazaba a los ejércitos huertistas en Torreón y Zacatecas, el alcohólico dictador sin duda hizo mil y un corajes por no haber fusilado a su entonces subordinado. Pero la moneda se le volteó a Villa cuando un día del verano de 1914 estuvo a punto de fusilar a su futuro verdugo, Álvaro Obregón, enviado por Carranza a pactar con él. Esa orden de fuego no pronunciada costó muy cara a Villa, cuya suerte cambió para siempre en la Semana Santa de 1915 en Celaya, donde Obregón hizo pedazos a la División del Norte. Villa jamás se levantaría militar y emocionalmente de esa derrota. Después de Celaya se acabó la era del gran general y empezó el tiempo del guerrillero sanguinario, dedicado a molestar al gobierno, a Estados Unidos y a la población civil. Los tiempos más oscuros de un Villa que volvería a ser redimido en 1920 por el cantante de ópera Adolfo de la Huerta. Villa se transforma en prospero agricultor por tres años, antes de ser asesinado en Parral el 20 de julio de 1923, seguramente por órdenes de Obregón y Calles que respiraron tranquilos tras su muerte. Al final, todos fueron felices para siempre y acabaron como vecinos, con sus respectivas letras de oro en el Congreso.