Exilio a Sárdica y Yadivia-Por Daniel Salinas Basave
Hay poemas -o fragmentos de los mismos- cuyo destino es transformarse en eternos compañeros de viaje. De una forma u otra, creo que todos los lectores tenemos ocultos por ahí unos cuantos versos-tatuaje capaces de irrumpir en momentos y escenarios improbables. La poesía se vuelve similar a una tonada pegadiza cuyo tarareo surge así, de repente y sin decir agua va, como un delfín que sale cada cierto tiempo a la superficie del Pacífico en la altamar de nuestra vida. ¿Cuándo y por qué la poesía se vuelve huésped de las profundidades del subconsciente? Mucho tiene que ver el momento de la vida en que es leída por vez primera. Si nos aficionamos a la obra de un poeta en la adolescencia o en la temprana juventud hay altas probabilidades de que una o varias estrofas se queden a vivir en nuestras alforjas. Hay quien navega por la vida armado con un verso de Neruda, de Vallejo, de Lorca, de Machado o de Miguel Hernández. Yo suelo vagar con versos de Gerardo Ortega con la misma obstinación con la que voy a acumulando kilometraje de calle en unos tenis rojos. Nunca he sido un buen lector de poesía ni poseo argumentos críticos para determinar las razones por las que un poema me parece bueno. Lo mismo me ocurre con los vinos. Hay catadores que me hablarán de esencias, aromas y añejamiento en barricas de roble. Yo solo sé que ciertos vinos se llevan bien con mi organismo. Así me sucede con los poemas. Conocí la poesía de Gerardo Ortega en el verano de 1993 y desde entonces se quedó a vivir en la mochila de mis vagancias. Quizá mi recuerdo más añejo de esos poemas sea escucharlos en boca de su autor una tarde de agosto en lo alto del Cerro del Obispado. Las décadas pueden acumularse en nuestra vida, pero para mí la imagen de la poesía orteguiana siempre será ese viejo refugio arzobispal regiomontano construido en el Siglo XVIII, en cuyo oratorio debe haber un Cristo suspendido que se estremece. Desde esos ayeres mis mañanas suelen arrastrar sábanas de nubes y hay espaldas extendiéndose sobre la noche en ciudades perdidas donde habitan tristezas que seducen y rosas empuñadas como espadas vencidas. Acaso bajo el Obispado haya un túnel secreto capaz de llevarme a Yadivia Los poemas pueden llegar a ser pertinaces y acosantes, aunque su esencia es traslúcida y nublada. A tal grado se impregnan en la vida diaria, que mi semana comienza en lunes y acaba en diciembre. Y fue en un atardecer decembrino, con brisas envueltas en playas y reflejos regados en un vestido, que empecé a leer Por qué no vuelves y me dejas en paz, el poemario más reciente publicado por Ortega. No hablo de “nuevo libro” porque creo que lo de Ortega no son piezas mostrencas, sino la obra de una vida. Todas las letras que ha liberado, desde el Fantasma de 1991 a Hijos en 2014 forman parte de un mismo libro y creo que todos los poemas, aun los que no había leído, me dicen algo. Leí Por qué no vuelves y me dejas en paz en una sola sentada, sin levantarme de mi silla, con un solo vaso de Jack Daniels y de pronto tuve la sensación de que llevo más de dos décadas leyendo ese libro. Ahora lo saco pasear la plaza de mi Sárdica imaginaria (tal vez algún día me exilie a la antigua capital del reino búlgaro) para construir mi propio enero y concluir que desde hace veinte años estas letras vuelven para hacerme encontrar algo parecido a la paz.