Un día de 1976, el joven Paul Auster compró en 40 dólares una vieja máquina de escribir marca Olympia modelo 1962. En ese artefacto de segunda, casi de desecho, Auster ha escrito su obra completa. Novelas, ensayos, guiones de cine han salido de esa vieja máquina a lo largo de casi 40 años. Lo obvio es pensar que en ese vejestorio hay una suerte de embrujo, un pacto con la magia. Ignoro si Auster será capaz de hacer germinar una obra en un artefacto distinto. Tal vez no llego a niveles tan obsesivos como el de Brooklyn, pero yo también tengo un cacharro que funge como el mejor aliado de mi inspiración.
Esta vieja y cuatrapeada computadora a la que he atiborrado con Eddies de Maiden no me costó un solo peso. Me la regalaron para facilitarme la vida en uno de tantos empleos que he tenido en la vida (uno particularmente intenso, he de decir). Una computadora barata, sin duda la más económica que había en el mercado en ese momento, una máquina de pura y vil batalla. El propósito de aquella aventura laboral naufragó en forma inexplicable. Por herencia me quedó la humilde lap top y un verano sin sol, rico en horas muertas. Entonces empecé a escribir un ensayo y a intentar dar forma de libro a una serie de columnas sobre historia. No sé si debo creer en el embrujo de ciertos objetos. Hay guerreros que solo pueden luchar con una espada y a estas alturas de la vida, puedo decir que ninguna herramienta de escritura me ha dado tantos frutos como esta maquinita. En esta computadora se han escrito los cuatro libros que he publicado hasta la fecha (y los dos que están por publicarse). De su maltrecho teclado han salido tres trabajos que han ganado certámenes. También guarda tres libros inéditos que a la fecha no he movido y varios cientos de miles de palabras entre artículos editoriales, crónicas, reportajes, correos urgentes y desparramaderos diversos, sin contar cientos de fotos almacenadas en su archivo. Hace tiempo que la batería ha dejado de funcionarle, su dorso está roto y la pantalla se distorsiona cada diez segundos. Tiene no pocas heridas de guerra y pese a todo este otoño ha seguido combatiendo en la trinchera. Finalmente, en la primera semana de octubre tomé la difícil decisión de comprar a su sucesora. Una semana después de la compra, se anunciaron los premios Malcolm Lowry y La Paz, ambos trabajados con mi vieja compañera durante la pasada primavera. Lo interpreté como un símbolo, el irremediable final de una era. He guardado mi entrañable espada escritural en un baúl de madera (sería incapaz de deshacerme de ella). El problema es que yo soy un ateo supersticioso y no dejo de creer en el hechizo yaciente en mi vieja compu Iron Maiden de la que ahora me despido. Algo me hace pensar que a Paul Auster le sería imposible crear un solo párrafo fuera de su vieja Olympia. Lamento que mi lap top no haya sido tan resistente y de repente me aterro ante la idea de una crisis de agrafía frente a esta nueva pantalla, algo así como la maldición del Manchester sin Ferguson. El sol otoñal cae sobre Rosarito en este medio día de octubre. Las palabras exploran la vastedad de la estepa blanca como intrusos en tierra extraña mientras mis dedos intentan adaptarse al teclado. La vida, al parecer, sigue curso.
Tuesday, October 28, 2014
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