La esencia de un mantra tan cacareado como “2 de octubre no se olvida” me remite irremediablemente al “sí se puede” gritado por los aficionados cuando la Selección Mexicana de futbol debe remontar un marcador adverso. En cualquier caso, el par de arengas se hermanan en su condición de frases carentes de sustancia, absolutamente vacías. El “sí se puede” se grita como invocando un milagro, un hecho atípico impulsado por alguna guadalupana chiripa capaz de torcer una larga historia de no se pudo. El “2 de octubre no se olvida” quiere invocar la eternidad de la memoria, la capacidad ciudadana de retener en la mente un agravio, aunque el entorno actual demuestre que aquello siempre estuvo olvidado. Invocar el no olvido en el país de la desmemoria. La gran mentada de madre al “2 de octubre no se olvida” es que las furiosas marchas en memoria de los muertos de Tlatelolco pasan por avenidas que se llaman Gustavo Díaz Ordaz y se efectúan en un país gobernado por los herederos directos del autoritario gobierno que ordenó masacrar a los estudiantes. Toda proporción guardada (y pidiendo disculpas por tan odiosa comparación) sería el equivalente a marchar en memoria de las víctimas del Holocausto sobre una avenida llamada Adolfo Hitler en un país gobernado por un partido nazi. Vaya, cuando los argentinos recuerdan a los desaparecidos de la dictadura, no lo hacen marchando sobre avenidas que se llaman Jorge Rafael Videla en un país gobernado por militares. A Díaz Ordaz y los suyos la apuesta por el método sanguinario les salió a las mil maravillas. El gobierno intentó borrar hasta donde fuera posible las huellas de la masacre. En su paranoia, Díaz Ordaz temía por la estabilidad de su gobierno y en lo más inmediato por la celebración de los Juegos Olímpicos. Después de trapear la sangre y ocultar los cadáveres, las Olimpiadas se celebraron sin contratiempo alguno y todo fue felicidad en el edén del milagro mexicano. Díaz Ordaz se permitió asumir la responsabilidad de los hechos y entregó el poder al delfín de cabeza calva. Poco después le regalaron su embajada en España y murió en una cama de hospital, atormentado sin duda por sus demonios internos, pero no por un carcelero. El PRI siguió gobernando sin que nadie absolutamente haya pagado por aquel crimen. Díaz Ordaz conserva calles, colonias y escuelas que llevan su nombre mientras Luis Echeverría llega tranquilito a la senectud en su casa de San Jerónimo. Aquí no ha pasado nada. Cierto, la sociedad civil es más fuerte y hay una omnipresente opinión pública cacareando a coro en redes sociales, pero la represión y la impunidad siguen existiendo. Tal vez no se podría volver a cometer una carnicería de esas proporciones en un lugar tan céntrico, pero en México siguen existiendo grupos paramilitares que cometen ejecuciones sumarias. Échenle un vistazo a Guerrero y sus normalistas. Ya ni siquiera es preciso comprar medios. En el país de los guerrilleros de Facebook te pueden desaparecer a 43 estudiantes y la única certidumbre es que no va a pasar nada, absolutamente nada. Sí, habrá una portada en Proceso y un “yo acuso” de Aristegui pero al final los hijitos de Díaz Ordaz seguirán recibiendo premios internacionales como estadistas modelo. El único precio que el gobierno ha debido pagar por la masacre de Tlatelolco, es tener que soportar cada año a unos cuantos pandilleritos sinquehacer rompiendo vidrios en memoria de las víctimas. La verdad les salió barato. La mejor prueba de que el 2 de octubre fue olvidado, es el 1 de julio de 2012, cuando millones de mexicanos, armados con su vale de Soriana, le entregaron el poder a Peña Nieto, iguales a esa abnegada esposa con ojo morado y nariz rota que regresa sollozante a entregarse en los brazos de su amado golpeador.
Thursday, October 02, 2014
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