Empecemos semanita con nuevos fragmentos del Racimo de Horcas
No soy ni pretendo ser nueva a la hora de marcar mi fecha de caducidad. Ya otros suicidas vocacionales, afectados casi todos por el complejo de ser o sentirse artistas, se encargaron de ponerle una edad límite a la vida, aunque por supuesto no todos cumplieron. A otros simplemente los sorprendió la muerte o la depresión fulminante y se los llevó sin decir agua va. El escritor colombiano Andrés Caicedo me superó por cuatro años a la hora de marcar la propia fecha de caducidad y lo verdaderamente atípico, fue que cumplió con el plazo. Caicedo consideró infame vivir más de 25 años y actuó en consecuencia. Para él, los míticos 27 de Morrison, Hendrix, Joplin, Cobain y Winehouse significaba ser demasiado viejo. El 4 de marzo de 1977, día en que recibió el ejemplar impreso de su novela Viva la Música, Caicedo decidió tomarse 60 pastillas de secobarbital. La tercera fue la vencida: tras dos intentos fallidos, Caicedo pudo por fin encontrar la muerte y empezar a construir su mito. Dejó tras de sí una obra precoz, compulsiva, desordenada, escrita con la prisa y el atropello de quien tiene prisa y sabe que no hay demasiado tiempo. Una obra por momentos inocentona, que apesta a espíritu adolescente. El mejor libro del escritor que se suicida joven, es la historia de lo que pudo haber sido, la eterna interrogante sobre la tinta que esa pluma pudo desparramar si le hubiera sido dado vivir más años. Los amigos se dan a la tarea de recoger papeles dispersos, diarios garabateados y poemas de servilleta para editar la obra completa de la promesa incumplida y empezar a construir su leyenda.
Caicedo no alcanzó a pudrirse como sí se pudrió el pobre Parménides García Saldaña, que tuvo que esperar a sus 38 años para morirse sin que la más elemental malicia literaria hubiera llegado a su inocente obra que jamás superó la adolescencia. No fue el suicidio, sino una pulmonía mal cuidada y su alcoholismo teporochesco quienes acabaron por cobrar la factura. Parménides vivió trece años más que Caicedo; también bebió y se drogó mucho más que él, pero acaso le sobró algo de litio en la cabeza o careció del afán de construir un mito y hacer de su muerte prematura una obra de arte. Alex Lora y José Agustín se han encargado de mantener viva su leyenda. La diferencia entre Parménides y Caicedo es que el primero no alcanzó a ser un bello cadáver. Sólo quien muere en sus veintes alcanza la aureola de infernal santidad del genio maldito. 38 años son muchos años. No hay glamour alguno en morir gordo y cuarentón como Elvis Presley.
El tercer intento también fue el efectivo para Alejandra Pizarnik, que ingirió diez pastillas menos que Caicedo para quitarse la vida el 25 de septiembre de 1972. Tenía 36 años. Había traspasado la mítica década de los veinte como para inscribirse en el sensual pandemonio de la eterna juventud suicida. Tampoco, que yo sepa, marcó fecha de caducidad ni edad fatal, pero su cuadro psiquiátrico permitía presagiar su destino. A diferencia de Caicedo y Parménides, Alejandra superó la adolescencia literaria y dejó una obra mucho más vasta y exquisita, además de la promesa incumplida de su apoteótica novela, que revolucionaría la gramática. Alejandra murió sin ojos para recordar angustias de antaño y sin labios para recoger el sumo de las violencias y yo empecé poco a poco a sumergirme en su poesía, esa tribu de palabras mutiladas que buscaba asilo en su garganta.