Eterno Retorno

Monday, July 27, 2009

El acto más terapéutico e hipnótico de cuantos actos conforman mi vida diaria, es contemplar bibliotecas o librerías. El nivel de abstracción es incluso superior al acto de leer un solo libro. Cuando la vida muerde duro, la mejor medicina es meterme a una librería. Por malo que sea el día y por más preocupaciones que dancen en mi cabeza, al contemplar los lomos de los libros traspaso una suerte de frontera zen y como por arte de magia simplemente “me estoy”. Hay sitios donde por más esfuerzos que haga, nomás “no me estoy”, sitios que me generan reacciones inconscientes de inconformidad y desesperación, como empezar a apretar los puños y pegarle a las cosas. Generalmente sucede en sitios aburridos donde nada de lo que me rodea puede resultarme interesante y donde la atmósfera me agobia. El ejemplo que se me viene a la mente, por ejemplo, es el Home Depot, una tienda que me resulta particularmente repelente y donde empiezo a sentir una necesidad imperiosa, una necesidad casi física, de salir. Al entrar en una librería en cambio entro en una atmósfera que por arte de magia armoniza todo mi ser. Puedo pasar fácilmente tres o cuatro horas dentro de una librería sin sentir impulsos neuróticos. Aunque por supuesto los abro, no me clavo en algún libro en especial. Simplemente repaso los títulos, los autores y leo las más improbables contraportadas. Cuando llego a una casa extraña, lo primero que hago es buscar su biblioteca, pero aún en casas que visito a menudo, como la de los papás de Carol o la de nuestro amigo Pedro, irremediablemente doy un repaso visual a los lomos de sus libros, aunque ya me los sepa de memoria. Vaya, para no hacer el cuento más largo; en las interminables madrugadas de insomnio, como sucedió justo anoche, mi terapia favorita es meterme al estudio y contemplar por horas los lomos de mis libros, los mismos que veo a diario y que sin embargo siempre son capaces de abstraerme. Los abro, releo páginas al azar y me divierto encontrando en su interior papelitos, boletos de aviones, autobuses, conciertos o partidos, mapas de ciudades, flyers y cucuruchos diversos, sumados a los apuntes y rayaderos varios con los que suelo adornar mis librajos.


Otro acto casi tan terapéutico como la contemplación de libros, es caminar. Caminar me pone en armonía y paz conmigo mismo. Caminar muchos kilómetros suele poner en orden mis ideas. Nunca me cansaré de decir que uno de los máximos placeres que esta vida reserva, es poder perderte en una ciudad desconocida. Caminarla y caminarla por horas sin rumbo fijo ni límites de tiempo o citas concertadas. Carajo, eso es lo más parecido al nirvana. Eso que los católicos llaman irse al cielo, debe ser pasarte una tarde eterna caminado por Buenos Aires o Praga.

Caminar la playa me genera un tipo de interiorización y abstracción. No es la misma ebullición mental que produce una ciudad lejana, sino una suerte de exploración interior, por momentos dispersa y cotidiana, interrumpida por el salto del delfín y el clavado del pelícano.

Dentro de este dilema entre el “me estoy” o “no me estoy” los partidos de futbol juegan un papel terapéutico importante. Esta potentísima droga es también capaz de abstraerme de mi entorno. Y no me refiero únicamente a seguir grandes platillos futboleros en el estadio o en la tele. No. La verdad es que puedo ir caminando por una calle y si veo a unos niños jugando futbol en una canchita baldía puedo entretenerme las horas viéndoles. Una pelota golpeada por un píe siempre traerá consigo una fuerte carga de hipnosis.
Cincocero


Dicen que algunos niños colombianos nacidos allá por 1993-1994 tuvieron nombres como Jairo Cincocero, Carlos Cincocero, René Cincocero etc. En 1993, la impresionante selección colombiana de futbol de Valderrama, Aspirlla, Rincón, Perea y compañía dirigida por Pacho Maturana, fue al mismísimo monumental de River Plate a meterle un 0-5 a Argentina que 16 años después aún no se olvida. Al día siguiente, la tapa de El Gráfico, la más prestigiada publicación deportiva argentina, salió toda negra, sin palabra alguna. Colombia estaba en ese entonces para campeón del mundo, aunque su actuación en Estados Unidos 94 fue una catástrofe (sellada con el asesinato del autogoleador Andresito Escobar) Sin embargo, más allá del rotundo fracaso en el mundial, el 0-5 a Argentina que representó su boleto a la justa, fue un placer orgásmico que ningún colombiano y argentino olvidará fácilmente.

Hay marcadores orgásmicos, marcadores terapéuticos, marcadores oxigeno, destinados a tatuarse con hierro como hitos históricos, muy útiles para restregarse en la cara enemiga en tiempos de vacas flacas. El 0-5 de México a USA en la final de la Copa Oro es una noticia absolutamente impropia de estos tiempos. Cuando en este país lo que llueven son malas nuevas y la receta es austeridad, aguante, resignación, agua y ajo, un derroche de goles y buen futbol sabe tan raro, tan atípico, tan a contra corriente con la época, que te cuesta digerirlo como real. Desde hace algún tiempo he tomado cierta distancia e indiferencia respecto a la selección verde (confieso que sufro y me alegro más con mi equipo Tigres). Conste que odio esa postura ridícula de típico intelectualoide marxista quien grita a los cuatro vientos que el futbol es un instrumento para gobernar a las masas, pero el griterío merolico de televisa frente al equipo verde me ha generado un efecto contraproducente. Si en 1986 o 1994 fui capaz de sentir en lo más profundo del alma los triunfos y derrotas del tricolor, el descarado manoseo de las televisoras sobre ese producto llamado Selección Nacional me ha hecho alejarme de ella. Vaya, la siento como un vil producto inflado de infomercial, algo tan falso como una pomada para bajar de eso o una pastilla para ser un atleta sexual. Pero la distancia que he tomado respecto al equipo verde, no me impidió disfrutar en su justa dimensión el 0-5 de ayer. Sí, se que ganar un torneo mediocre como una Copa Oro que ni siquiera te sirve para ir a Confederaciones no es para echar las campanas al vuelo. Pero en esta ocasión la forma fue mucho más importante que el fondo. Sí, el fondo es que se ganó la Copa Oro, lo cual pudo ser por 1-0 con el camión metido en la portería. Aquí lo importante será siempre el cómo. Vaya, creo que pasará algún tiempo antes de que volvamos a ver a México trapear de esa manera tan humillante a Estados Unidos en su territorio. Ni en el más optimista y masturbatorio sueño nos imaginamos algo así. México pasando por encima como un tren, sobrado, con la sensación de que pudo clavar siete, con Estados Unidos quebrado psicológica y físicamente, trapeado a nivel de equipo caribeño. Humano, demasiado humano es el futbol. Imperfecto, demasiado imperfecto y por eso es bello, porque cualquier improbabilidad es posible, porque en un juego de lógica matemática y robots estas cosas no pasarían. Pero el futbol es ante todo psicología y este marcador fue profundamente psicológico, profundamente terapéutico, rompedor de traumas y paradigmas. Puede que no nos sirva de un carajo para ir al mundial y que pronto aterricemos de nuevo en nuestra triste realidad, pero este 5 tan grande en la frente no te lo despintarás gringuito mío en muchos años.



El karma del sobreviviente

La historia de Carlitos Páez, el sobreviviente de Los Andes, sigue dando vueltas por los rumbos donde yace mi cabeza. Por supuesto, el néctar de mi obsesión no es la machacadísima historia de los 72 días en los hielos eternos, la antropofagia, la fe inquebrantable y el milagro final. No, la historia me hace ruido en la medida que la encuadro dentro del Mito del Eterno Retorno. He imaginado un par de ficciones basadas en el karma de este uruguayo, narraciones de tragedia griega, de destinos tan fatales como absurdos.
Veámoslo de esta forma: A sus 18 años, cuando no había vivido ni siquiera la tercera parte de su vida, Carlitos Páez, un niño ultramimado de un colegio de ricos montevideanos, cae en un avión y sobrevive 72 días en las nieves eternas de Los Andes alimentándose con el cuerpo de sus compañeros muertos. Las probabilidades, la lógica, y el sentido común indicaban que Carlitos y los otros 17 debían morir, pero el milagro torció el destino. El néctar de este asunto es que Carlitos no solamente burla a la muerte, sino que el hecho mismo de su supervivencia marca y transforma de golpe y porrazo su vida entera. Carlitos tenía 18 años cuando el avión cayó. Han pasado 37 años desde entonces, es decir más de las dos terceras partes de su vida, en las que este uruguayo ha dejado de ser Carlitos Páez para convertirse en el sobreviviente de Los Andes. Ese es su título, su carta de presentación ante la vida y si me apuran, su profesión. Él ha vivido 55 años, pero tiene plena conciencia de que el hecho más importante de su vida ya ocurrió y todo lo que venga por delante estará para él marcado por eso. Su supervivencia, más que un tatuaje espiritual o un recuerdo imborrable, es su vida entera. Si Carlitos no se hubiera subido a ese avión que lo llevaba a jugar rugby a Chile, su vida hoy en día sería la de cualquier fresa uruguayo, el hijo mimado de un pintor famoso cuyos días serían más o menos similares a los días de todos los ricos de Latinoamérica. Pero ahora se ha transformado en un superviviente de tiempo completo. Carlitos se salvó de morir en un avionazo y de congelarse en las cumbres andinas y a raíz de eso, y precisamente por eso, se ha subido a varios cientos de aviones en los que ha dado unas cuantas vueltas al mundo para ir a los cinco continentes a contar su historia de supervivencia. No se lo pregunté, pero estoy seguro que lo que cobra por conferencias y temas relacionados con el tema de Los Andes le da lo suficiente para vivir muy bien. Aquí es donde aparece mi tragedia griega. Imagino a Carlitos Páez viajando en un avión a algún lejano país africano donde contará por enésima vez su historia, pero la aeronave sufre un accidente y Carlitos cae, digamos, en el desierto. 37 años después, su destino lo ha alcanzado. ¿Muere en el avionazo? ¿O acaba comiendo compañeros muertos, pero ahora en el desierto del Sahara? He imaginado un final más kármico y absurdo si cabe. Carlitos Páez viaja a Los Andes con un equipo de cineastas. Se celebra el 40 aniversario de la tragedia y quieren filmar un documental en el sitio preciso donde cayó el avión el 13 de octubre de 1972. Es el 13 de octubre de 2012. Cuando el helicóptero vuela sobre la cordillera, una furiosa bolsa de aire desploma la aeronave en el sitio donde cayó el equipo de rugby hace 40 años. Final Uno: Carlitos muere en la caída. Final Dos: Carlitos vuelve a sobrevivir, pero con todo y los GPS y toda esa parafernalia tecnológica impensable en el 72, no logran rescatarlo. 40 años después, Los Andes se convierten en su tumba. Con algo de retraso, el destino, irremediablemente, tiende sus redes.



PD- En la primavera porteña de 2005, Carolina y yo estuvimos en Uruguay y los azares del destino nos llevaron a conocer la casa del papá de Carlitos, el pintor Carlos Páez Vilaró. La Casa del Sol, una alucinada mansión ubicada en un acantilado en Punta Ballena, entre Montevideo y Punta del Este, es un punto de interés infaltable en toda ruta turística charrúa. También la historia de este surrealista pintor está marcada por la tragedia. Desde hace 37 años su tarjeta de presentación no solamente dice Carlos Páez Vilaró, pintor, sino que ha agregado un título más: “padre de un sobreviviente de Los Andes”