Eterno Retorno

Thursday, July 30, 2009

El tema de la semana con mis colegas de Recolectivo www.recolectivo.com se llama Futuros Arrepentimientos. No se me ocurrió nada mejor que contar la historia de un arrepentimiento que nunca llegó.

Breve historia de mis cuatro tatuajes

Capítulo I El diablejo

Mi primer tatuaje, el más feo de todos, me lo hizo en la pierna izquierda un amigo al que llamábamos el Araña. El dibujo en cuestión es una especie de negro diablejo (o más bien dicho la sombra de un diablo) con las garras abiertas, aunque tan poco agraciado es mi chamuco, que poca gente puede distinguirlo a la primera. Sucedió en el otoño de 1991. En aquel entonces sobrevivía yo en feliz inconsciencia dentro de un exilio de tres años y medio en el Estado de México. Mota a raudales, pastas porqueriozas e inciertas y la cerveza tibia tan propia del centro de la República, inundaban mi adolescente existencia. Aquel fue un año de grandes tocadas en Tlalnepantla (Kreator, Death, Sepultura, Pestilente-Cannibal Corpse, Obituary y los moribundos Eskorbuto) y el año de mi primera alucinante escapada a Puerto Esconcido y Zipolite. También fue el año de un noviazgo matador, pues me enamoré con toda la pendejez y el romanticismo del que un dieciséisañero es capaz. Podría pegarle al dramatismo y decir, con vestidura rasgada, que me tatué porque retorné de Oaxaca más pachequil que nunca y mi novia me había dejado. La verdad es que me tatué nomás porque sí y el dibujo, que saqué de una patineta, lo elegí al azar. Mi amigo el Araña (natural de Ensenada, cuyo nombre real es Alberto Carro) acababa de aprender a tatuar y tenía una maquinita que él mismo había fabricado. El trabajo lo hizo en su cuarto, en su casa de la colonia el Huizachal y por supuesto, no me cobró. Era aquella una época en la que la tinta en la piel aún no daba el salto a las pasarelas, si bien poco a poco dejaba atrás el estereotipo de presidiario. El célebre Piraña y su compinche el Ruso tatuaban en el Chopo y en el Tutti Fruti, pero aún no había estudios formalmente constituidos. Aunque mi madre siempre ha tenido apertura mental, en aquel entonces el tatuaje derrumbaba sus conceptos. “Tarde o temprano te vas a arrepentir”, me decía. “Ahorita no, porque estás muy chico, pero cuando estés grande y tengas tus hijos, esa cosa te va a dar vergüenza y te la vas a querer arrancar”. Era un caso de futuro arrepentimiento que tarde o temprano llegaría, cuando surgiera la segura pero irremediable negación de una época demencial que quedaría marcada para siempre en mi piel. Yo respondí a mi madre con una sugerencia: “Mejor deberías dedicarte a tatuar, sin duda serías una excelente tatuadora y podrías cobrar bien”, le dije. Ella siempre ha sido una gran pintora, con una genialidad natural para dibujar cualquier tipo de figura, pero por supuesto, no me hizo caso y nos quedamos esperando a que llegara la edad adulta y con ella mi inevitable arrepentimiento.


Capítulo II El nosequées


Mi segundo tatuaje, el que más de una persona, incluida mi esposa, ha dicho que es el más bonito, me lo hizo en la espalda César, que entonces ya era el mejor tatuador de Monterrey, si bien en aquella época muy pocos lo sabíamos. Ocurrió la tarde de asueto del 16 de septiembre de 1993, en su casa de la Granja Sanitaria. Yo tenía 19 años, había retornando a mi querido Norte tras el exilio chilango y acababa de entrar a estudiar Derecho luego de hacer un par de semestres de Ciencias Políticas en la Universidad de Nuevo León. Mis amigos Quique Sotelo y Ricky me acompañaron a casa de César. Recuerdo que tomamos el Metrorey hasta la estación San Bernabé. Era una tarde nublada. He olvidado de dónde carajos saqué el diseño de ese tatuaje y si quieren que sea honesto, no sabría decir exactamente lo que es, pero lo cierto es que es bonito. Es una negra y larga figura que podría ser un dragón o una bestezuela marina. No es el más gordo, pero si el más largo de mis tatuajes. Según recuerdo, César no me cobró o al menos no en efectivo. Le pagué en especie, con alguna botella o algo así. Alguien me había dicho que los tatuajes son como las papas sabritas: “A que no te puedes hacer sólo uno”. Pensando que podría llegar ese temido futuro arrepentimiento, contuve mis ansias de tatuarme todo el cuerpo (aunque llegué a tener dibujada en el hombro la calaca de perro de Skinny Puppy lista para meter aguja, pero me arrepentí en el último momento) Dos años después, pensé que había transcurrido un tiempo prudente y luego de meditar la decisión, opté por mi segundo tatuaje, mismo que sólo he podido ver a través del espejo.


Capítulo III La corona de espinas y el eclipse


Mi tercer tatuaje también me lo hizo César, aunque he de decir que cuatro años después ya no era el mismo César. Ocurrió la tarde de asueto del 16 de septiembre de 1997, exactamente el día en que mi segundo tatuaje cumplía cuatro años, pues soy supersticioso y adicto a los símbolos. César ya no tatuaba en su casa, pues para entonces era el flamante propietario de Ritual, el mejor estudio de tatuajes en Monterrey, ubicado en Cuauhtémoc y Ruperto Martínez, a donde mi amigo Leonardo del Bosque me acompañó para fungir como fotógrafo de la sesión. El tatuaje en cuestión es algo así como una corona de espinas que rodea mi pantorrilla derecha y remata por atrás en un eclipse. César era ya suficientemente famoso como para requerir citas con anticipación en su célebre estudio. Por supuesto, sí me cobró y a la fecha, el tercero ha sido el único de mis cuatro tatuajes que he pagado en efectivo. En aquella época yo contaba ya con mi flamante cédula profesional de Licenciado en Derecho, misma que yacía (y yace) refundida en las páginas de un gordo libro y entonces como ahora, no ejercía mi profesión, pues me ganaba la vida trabajando el Periódico El Norte.


Capítulo IV El Martillo de Thor


Mi cuarto tatuaje me lo hizo mi madre. Ocurrió la tarde del 29 de diciembre de 2008, en el pequeño estudio que mi madre acondicionó en la parte baja de su casa. He visto o sabido de personas, la mayoría de ellos futbolistas, que se tatúan en el hombro o en el pecho la imagen de su madre. Lo que nunca he conocido ni tenido noticia, es de alguien que luzca en su piel un tatuaje HECHO por su madre. ¿Conoces a alguno? ¿Verdad que no? Pues bien, ya me conocen a mí. Yo he conocido toda clase de extravagantes y locos, pero aún no me topo con alguien que presuma un tatuaje elaborado por su madre. La pregunta obligada es: ¿Cómo ocurrió esta transformación? Fácil: 17 años después, mi madre me hizo caso. En 1991, cuando me hice mi primer tatuaje, mi madre me habló de un futuro e inevitable arrepentimiento. Yo le respondí sugiriéndole que se dedicara a hacer tatuajes. Mi anunciado arrepentimiento aún no llega, pero mi madre finalmente siguió mi consejo y tal como pronostiqué hace 17 años, ha hecho unos bellísimos tatuajes, pues su genialidad como pintora en lienzo se ha trasladado a la piel.
El Martillo de Thor, el símbolo que desde hace cinco años es inseparable de mi cuello en un collar que compré en Praga, ahora está en mi hombro.Mi madre me lo ha tatuado en la época en que mi arrepentimiento ya debía haber llegado. Soy un señor que lleva más diez años de casado y que está a punto de convertirse en padre de familia.
¿Me he arrepentido de algo en mi vida? Ciertamente no de mis tatuajes. Hasta al horrible diablejo de la pierna izquierda le tengo cariño y si mi madre viene a Tijuana para el nacimiento de mi hijo, le pediré que se traiga su máquina y sus tintas para que me haga el quinto y si se puede el sexto tatuaje. Total, el arrepentimiento aún puede esperar otros 17 años.