Eterno Retorno

Monday, January 22, 2007

Los suicidas del fin del mundo
Crónica del un pueblo patagónico
Leila Guerriero
TusQuets

Por Daniel Salinas Basave

De entrada, la advertencia: La tristeza de este libro es altamente
contagiosa. Esta lectura tiende a deprimir y si a usted la cuesta de enero
le hace mella en el estado de ánimo, tal vez no sea la mejor idea arrancar
el año con Los suicidas del fin del mundo.
Y conste que no estamos hablando de una tragedia romántica ni de suicidios
poéticos al estilo del Werther de Goethe. La obra de Leila Guerriero es
periodismo en estado puro. Los suicidas del fin del mundo es un gran
reportaje y no, no pienso caer en el socorrido cliché de es periodismo pero
se confunde con literatura y se disfruta como la mejor novela. Nada de eso.
Los suicidas del fin de mundo es periodismo, parece periodismo y se lee como
periodismo. No hay que darle más vueltas al asunto.
El fin del mundo donde habitan los suicidas no es por desgracia metafórico,
sino crudamente real y se llama Las Heras, un pueblecito ubicado en el
extremo sur de Argentina, en la provincia de Santa Cruz. Hasta esos confines
de la Patagonia se va la autora a llenar un saco de historias tristes que
por esos rumbos se dan a granel.
Las Heras es un lugar que se parece mucho al infierno, algo así como la
capital de la nada y el vacío abismal. Un pueblecito que conoció unos
cuantos años de esplendor petrolero y décadas enteras de miseria. ¿Ha
escuchado usted la canción del Pueblo blanco de Serrat? Pues haga usted de
cuenta que se lo compuso a Las Heras. ¿Recuerda el Luvina de Juan Rulfo?
Pues digamos que estamos ante su versión sudamericana. El viento helado y
omnipresente de Las Heras es el aliento mismo de la Muerte que un día, a
finales de los años noventa, empieza a soplar en el alma de seres
desahuciados por si mismos a los 25 años. De repente, el suicidio llega para
quedarse a Las Heras. Como si se tratara de una epidemia, los jóvenes del
pueblo empiezan a quitarse la vida.
En un Sur profundo que parece estar a años luz de Buenos Aires y el resto
del mundo, los habitantes de Las Heras se sumergen en su averno personal. El gran acierto de Leila Guerriero es rescatar del vacío esas historias
condenadas a priori al olvido y la absoluta indiferencia. No importa que
Santa Cruz sea la provincia natal del ahora presidente argentino Nestor
Kirchner, quien fuera gobernador de la misma en la época en que se
produjeron la mayoría de los suicidios, pues este Sur parece no existir. Es
un fantasma, es la nada, un purgatorio antártico. El fin del mundo para
acabar pronto. Los grandes diarios nacionales argentinos, Clarín y La
Nación, concedieron mínima atención a la epidemia suicida y la
autoinmolación de Las Heras pronto quedó en el olvido y de no ser por la
pluma de Guerriero, tal vez nadie, con excepción de los familiares de los
suicidas, recordaría ese horror.
Este pueblecito, nacido del ferrocarril y regado con petróleo, es al final
del milenio un villorrio donde no faltan el alcohol pendenciero y las viejas
rameras desdentadas. Un pueblecito que ni siquiera aparece en la mayoría de
los mapas de la provincia de Santa Cruz, como si se tratara de un punto
muerto en la carretera.
Los suicidas del fin del mundo recupera periodísticamente las historias de
los jóvenes que se quitaron la vida. La autora es ante todo una recopiladora
de testimonios. La historia la escriben los personajes, tristemente reales,
los deudos de los suicidas Guerriero enciende la grabadora, los deja hablar
y al final son sus voces las que escriben el libro. La apuesta de la autora
acarrea por supuesto sus riesgos, pues al renunciar a las licencias
literarias concedidas por el mejor periodismo narrativo y dejar todo el peso
de la historia en los testimonios, se perdió la posibilidad de hacer de la
crónica de un pueblo patagónico un clásico de la no ficción. Guerriero es
fiel alumna de la escuela de Capote, pero el autor de A sangre fría supo
jugar más al filo de la navaja novelística. La de Guerriero es una crónica
que por momentos parece contagiada por la frialdad del viento de la
Patagonia. Es odioso reseñar un libro pensando en la historia de lo que pudo
haber sido, pero no puedo echar fuera ese gusanito que me hace imaginar el
señor librazo que tendría en mis manos si un José Revueltas o un Agustín
Yánez se hubiera parado en Las Heras. Insuperable vicio el de imaginar los
reportajes como literatura en estado puro. Guerriero se la jugó como
reportera y con sus armas ganó la batalla, aunque el triunfo acarreara
consigo contagiarnos la inmensa tristeza que encierran las páginas de su
libro.