Aún no regreso del todo. Entre el exceso de trabajo y las noticias tristes me parece que no acabo de aterrizar. Me siento sumamente extraño. Nunca antes un viaje había desempeñado tan firmemente su papel de escape de la realidad. Buenos Aires fue un oasis, un paréntesis paradisíaco de tres semanas. Atravieso por un raro proceso después de esta travesía sudamericana. Algo pasa en el 2005 que nos estamos acostumbrando a la tristeza. Sabemos convivir con ella, pero no acaba de sepultarnos. Quisiera hablar de lo que le sucede a mi abuelo, quien en este momento está en un hospital en Monterrey, pero emocionalmente me cuesta trabajo. Podría hablar de que me siento demasiado raro, que Tijuana (y sus 400 muertos) me resulta más hostil que nunca. Pero mejor hablo del viaje, hablo de libros, de música y hago como que la vida sigue sin alteración alguna.
Montevideo
Lo peor que se le puede hacer a Montevideo, es compararlo con Buenos Aires. Me hubiera gustado disfrutar la capital uruguaya por si misma, sin el cruel espejo bonarense aguardando como sombra del otro lado del Río de la Plata. Sin embargo me fue inevitable sucumbir a la odiosa comparación. Lo siento por Benedetti.
Montevideo es más chico, mucho más provinciano, carece de la elegancia bonarense y para colmo es un poco más caro. Los negocios cierran muy temprano y la vida nocturna en días de entre semana es casi inexistente. Ante semejantes factores, es obvio que uno empiece a extrañar de inmediato a Buenos Aires.
Digamos que Montevideo tiene su encanto, pero al estilo de ciertas chicas poco agraciadas con cara de misterio, te tardas un poco en descubrirlo. De entrada, tu primera impresión podría ser que es una ciudad un tanto desangelada. Mi primera impresión de la célebre Avenida 18 de Julio, es que se parece mucho a la Avenida Juárez en Monterrey (y la avenida Juárez no es bella) Pero al caer la tarde en la Rambla Charles de Gaulle, caes en la cuenta de que te sientes muy bien. Y que Montevideo, pese a todo, te cierra un ojito y te gusta
Salimos de Buenos Aires en un barco de la compañía uruguaya BuqueBus. Tomas el bote en una de las primeras dársenas del Puerto Madero, al final de la calle Córdoba y navegas por espacio de dos horas y media o tres por el Río de la Plata. Desde la cubierta ves Buenos Aires a lo lejos y al cabo de un rato puedes avistar, en la otra costa, Colonia de Sacramento. Una vez ahí tomas un autobús que cruza por inacabables llanuras pobladas de vacas (dicen que en Uruguay hay siete vacas por cada habitante) En dos horas arribas a la terminal de Tres Cruces en Montevideo. Nuestro hotel, llamado Hotel Europa, estaba a pocas cuadras de la avenida principal, la 18 de Julio. Para comer, nada como el chivito uruguayo. Ojo, no es borrego ni cabrito. Es vaca pura. Pero le llaman chivito. Lo puedes pedir con una cama de huevo y verduras. Las pizzas uruguayas tampoco cantaron mal las rancheras. Ni que decir del Choripán callejero. La pura sabrosura.
Lo más bonito de Montevideo es caminar su rambla. Y en ese sentido, Carolina y yo caminamos más de ocho kilómetros. Desde la altura de la 18 de Julio, hasta el parque Rodó, a la entrada de Punta Carretas. De no ser por el aire frío que sopla al atardecer, podrías poner tu mente en blanco y creer que estás en La Habana (aunque honestamente prefiero Montevideo) Algunas parejas se besan recargadas en la barda o en los playones. Tampoco faltan ciclistas y paseadores de perros. A la entrada del parque Rodó lo primero que destaca es una estatua de Confucio. Más allá se encuentra la burguesa zona de Carrasco, donde viven los uruguayos más ricos y también la zona de Pocitos, en donde estaba la vieja cancha del Peñarol en donde hace 75 años, México y Francia jugaron el primer partido de futbol de la historia de los mundiales.
Estadio Centenario
Hice hasta lo imposible por conseguir boletos para el Uruguay vs Australia. Absolutamente agotados. La ciudad vivía con pasión extrema los días previos al partido. Sin embargo, pese a que no pude acudir, no me quedé con las ganas de entrar al mítico Estadio Centenario, ancestral reliquia de una época romántica del futbol. Caía la tarde. Un empleado nos permitió pasar a sentarnos en las tribunas vacías. El Sol se ocultaba y desde el gigante silencioso podía ver la silueta de Montevideo al atardecer. En silencio imaginé las grandes batallas escenificadas sobre ese rectángulo, ese Uruguay vs Argentina de 1930 que decidió la primera Copa del Mundo. Silenciosas, las tribunas Amsterdam y Colombes aguardaban pacientes a los hinchas que las colmarían. No pude acudir al juego, pero por unos minutos me senté en las tribunas de uno de los templos que han escrito la historia del deporte más bello del mundo.
Punta del Este
Dicen que Punta del Este no es Uruguay, que debe ir entre paréntesis y que no refleja la realidad uruguaya ni de Sudamérica. Algo de razón tienen. Este balneario, ubicado a unas dos horas de Montevideo, es algo así como el Cancún del Cono Sur, o el Santa Mónica del Jet Set ríoplatense y bueno, en algo se ha de parecer a Las Vegas (aclaro que no conozco ese sitio) pues los lujosos casinos forman parte del atractivo turístico. Para aquellos que son víctimas del malsano vicio del juego, Punta del Este debe ser un placer. En diciembre y enero sus playas hierven de sangre y cuerpos calientes. En junio y julio yacen desoladas. Yo fui un día de noviembre entre-semana y no había demasiada gente. Justo en la punta que divide el Río de la Plata del Atlántico abierto, puede verse el ancla del Ajax, el buque inglés que resultó herido de muerte en la histórica batalla contra el alemán Graff Spee que acabó por ser hundido por su capitán frente a Montevideo en el ya lejano 1939. También visitamos Piriápolis y la Casa del Sol en Punta Ballena, residencia del artista Carlos Páez. Una linda costa a la que algún día volveremos.
Me pidieron que escribiera algunas ideas de cara al festival Mozart Binacional que se realiza cada año en Tijuana. La idea, me comentaron, es tratar de motivar a los jóvenes a participar. Desparramé algunas estupideces que en absoluto me dejan conforme.
Nadie nace hablando, ni sabiendo caminar. Cuando naces oyes, pero aún no aprendes a escuchar. A veces pasan los años, acaso toda la vida y el tiempo se va entre tus manos sin que aprendas el dulce arte de escuchar. Tomate unos minutos, pon un concierto de Mozart, sube el volumen al máximo, cierra los ojos y después hablamos. Por lo menos, te juro que tus oídos te estarán muy agradecidos.
A los sentidos hay que educarlos y tenerles algo de paciencia. Dale a tu oído la oportunidad de conocer a Mozart. No te limites a una vez. Escúchalo tres, cuatro, diez veces. Deja que tu oído se vaya enamorando de él. Yo te aseguro que al cabo de diez veces encontraras nuevos secretos y claves ocultas. Sólo prepara tu oído y tu mente y te juro que cada vez que escuches el Réquiem será distinta a la anterior. Mozart siempre te reserva alguna sorpresa.
Dicen finlandeses de Apocalyptica que si una noche de invierno en tu casa haces reventar las bocinas con un disco de Shostakovich y arrojas de tu mente cualquier sentimiento que no sea aquel que te produce la música, tu vida cambiará para siempre.
¿Quieres potencia y agresividad extrema? Antes de escuchar a Rammstein, te recomiendo que escuches a otro alemán que se llama Richard Wagner. No hay nada como la Cabalgata de las Walkyrias. Él es el verdadero padre de la música extrema. Todo hevaymetalero que se de a respetar debe honrarlo como su padrino.
¿Crees que has escuchado la canción más triste? ¿Piensas que no hay más melancolía y oscuridad que la música gótica? Te doy un consejo. Escucha a todo el volumen el Réquiem de Mozart en una invernal tarde nublada y entonces te darás cuenta de dónde amamanta Lacrimosa y todo el pandemonio gótico.
Cuando te colocas unos audífonos y viajes en un taxi o en el trolley contemplando el paisaje o corres por las calles de la ciudad o enciendes el radio en tu carro, vives en dos mundos. Apolíneamente (diría Nietzsche) viajas o corres. Dionisiacamente escuchas y por ende te sumerges en un mundo aparte del que nadie puede arrancarte.
Tal vez las has oído muchas veces, pero... ¿te has detenido a escucharlas? Has la prueba. Dale a tu oído la oportunidad de sumergirse en el idilio de la música clásica.
La música ha socializado el trascender y lo ha transformado en un deporte de masas.
Escucha Las cuatro estaciones de Vivaldi y te aseguro que la primavera te parecerá más verde y verás toda la armonía que hay en el brillo del Sol y la melódica tristeza de una ventana empañada por el frío de una tarde otoñal.
¿Quieres suspender un instante en el fluir del tiempo? Sí, aunque no lo creas está en tus manos. Sólo sigue la Flauta Mágica de Mozart y después me dices a qué mundo extraño te llevó.
¿Sabes una cosa? Pink Floyd no existiría sin Mozart.
Sólo la embriaguez de la música disuelve las máscaras.
Los oleajes de música no conocen límites, minan los terrenos políticos y las ideologías. La música funda nuevas comunidades, traslada a un estado diferente, abre a otro ser. El espacio auditivo es capaz de envolver al individuo y hacer que desaparezca en el mundo exterior.
La música enlaza a los oyentes en otro nivel. Aún cuando éstos se conviertan en estatuas, no están solitarios cuando suena lo mismo en todos ellos. La música posibilita una profunda coherencia social en un estrato de la conciencia que antes se llamó mítico.
Dice Nietzsche que el hombre moderno arrastra una enorme cantidad de saber no digerido, que a veces traquetea de lo lindo en el cuerpo. Ponte a pensar. Las grandes obras de la música clásica ya existían cuando naciste, ahí están, al alcance de tu mano y sin embargo, no te has detenido a escucharlas
El único consuelo metafísico, es el arte y de todas las bellas artes, nada puede consolarte y arrancarte del tiempo como una sinfonía.
Montevideo
Lo peor que se le puede hacer a Montevideo, es compararlo con Buenos Aires. Me hubiera gustado disfrutar la capital uruguaya por si misma, sin el cruel espejo bonarense aguardando como sombra del otro lado del Río de la Plata. Sin embargo me fue inevitable sucumbir a la odiosa comparación. Lo siento por Benedetti.
Montevideo es más chico, mucho más provinciano, carece de la elegancia bonarense y para colmo es un poco más caro. Los negocios cierran muy temprano y la vida nocturna en días de entre semana es casi inexistente. Ante semejantes factores, es obvio que uno empiece a extrañar de inmediato a Buenos Aires.
Digamos que Montevideo tiene su encanto, pero al estilo de ciertas chicas poco agraciadas con cara de misterio, te tardas un poco en descubrirlo. De entrada, tu primera impresión podría ser que es una ciudad un tanto desangelada. Mi primera impresión de la célebre Avenida 18 de Julio, es que se parece mucho a la Avenida Juárez en Monterrey (y la avenida Juárez no es bella) Pero al caer la tarde en la Rambla Charles de Gaulle, caes en la cuenta de que te sientes muy bien. Y que Montevideo, pese a todo, te cierra un ojito y te gusta
Salimos de Buenos Aires en un barco de la compañía uruguaya BuqueBus. Tomas el bote en una de las primeras dársenas del Puerto Madero, al final de la calle Córdoba y navegas por espacio de dos horas y media o tres por el Río de la Plata. Desde la cubierta ves Buenos Aires a lo lejos y al cabo de un rato puedes avistar, en la otra costa, Colonia de Sacramento. Una vez ahí tomas un autobús que cruza por inacabables llanuras pobladas de vacas (dicen que en Uruguay hay siete vacas por cada habitante) En dos horas arribas a la terminal de Tres Cruces en Montevideo. Nuestro hotel, llamado Hotel Europa, estaba a pocas cuadras de la avenida principal, la 18 de Julio. Para comer, nada como el chivito uruguayo. Ojo, no es borrego ni cabrito. Es vaca pura. Pero le llaman chivito. Lo puedes pedir con una cama de huevo y verduras. Las pizzas uruguayas tampoco cantaron mal las rancheras. Ni que decir del Choripán callejero. La pura sabrosura.
Lo más bonito de Montevideo es caminar su rambla. Y en ese sentido, Carolina y yo caminamos más de ocho kilómetros. Desde la altura de la 18 de Julio, hasta el parque Rodó, a la entrada de Punta Carretas. De no ser por el aire frío que sopla al atardecer, podrías poner tu mente en blanco y creer que estás en La Habana (aunque honestamente prefiero Montevideo) Algunas parejas se besan recargadas en la barda o en los playones. Tampoco faltan ciclistas y paseadores de perros. A la entrada del parque Rodó lo primero que destaca es una estatua de Confucio. Más allá se encuentra la burguesa zona de Carrasco, donde viven los uruguayos más ricos y también la zona de Pocitos, en donde estaba la vieja cancha del Peñarol en donde hace 75 años, México y Francia jugaron el primer partido de futbol de la historia de los mundiales.
Estadio Centenario
Hice hasta lo imposible por conseguir boletos para el Uruguay vs Australia. Absolutamente agotados. La ciudad vivía con pasión extrema los días previos al partido. Sin embargo, pese a que no pude acudir, no me quedé con las ganas de entrar al mítico Estadio Centenario, ancestral reliquia de una época romántica del futbol. Caía la tarde. Un empleado nos permitió pasar a sentarnos en las tribunas vacías. El Sol se ocultaba y desde el gigante silencioso podía ver la silueta de Montevideo al atardecer. En silencio imaginé las grandes batallas escenificadas sobre ese rectángulo, ese Uruguay vs Argentina de 1930 que decidió la primera Copa del Mundo. Silenciosas, las tribunas Amsterdam y Colombes aguardaban pacientes a los hinchas que las colmarían. No pude acudir al juego, pero por unos minutos me senté en las tribunas de uno de los templos que han escrito la historia del deporte más bello del mundo.
Punta del Este
Dicen que Punta del Este no es Uruguay, que debe ir entre paréntesis y que no refleja la realidad uruguaya ni de Sudamérica. Algo de razón tienen. Este balneario, ubicado a unas dos horas de Montevideo, es algo así como el Cancún del Cono Sur, o el Santa Mónica del Jet Set ríoplatense y bueno, en algo se ha de parecer a Las Vegas (aclaro que no conozco ese sitio) pues los lujosos casinos forman parte del atractivo turístico. Para aquellos que son víctimas del malsano vicio del juego, Punta del Este debe ser un placer. En diciembre y enero sus playas hierven de sangre y cuerpos calientes. En junio y julio yacen desoladas. Yo fui un día de noviembre entre-semana y no había demasiada gente. Justo en la punta que divide el Río de la Plata del Atlántico abierto, puede verse el ancla del Ajax, el buque inglés que resultó herido de muerte en la histórica batalla contra el alemán Graff Spee que acabó por ser hundido por su capitán frente a Montevideo en el ya lejano 1939. También visitamos Piriápolis y la Casa del Sol en Punta Ballena, residencia del artista Carlos Páez. Una linda costa a la que algún día volveremos.
Me pidieron que escribiera algunas ideas de cara al festival Mozart Binacional que se realiza cada año en Tijuana. La idea, me comentaron, es tratar de motivar a los jóvenes a participar. Desparramé algunas estupideces que en absoluto me dejan conforme.
Nadie nace hablando, ni sabiendo caminar. Cuando naces oyes, pero aún no aprendes a escuchar. A veces pasan los años, acaso toda la vida y el tiempo se va entre tus manos sin que aprendas el dulce arte de escuchar. Tomate unos minutos, pon un concierto de Mozart, sube el volumen al máximo, cierra los ojos y después hablamos. Por lo menos, te juro que tus oídos te estarán muy agradecidos.
A los sentidos hay que educarlos y tenerles algo de paciencia. Dale a tu oído la oportunidad de conocer a Mozart. No te limites a una vez. Escúchalo tres, cuatro, diez veces. Deja que tu oído se vaya enamorando de él. Yo te aseguro que al cabo de diez veces encontraras nuevos secretos y claves ocultas. Sólo prepara tu oído y tu mente y te juro que cada vez que escuches el Réquiem será distinta a la anterior. Mozart siempre te reserva alguna sorpresa.
Dicen finlandeses de Apocalyptica que si una noche de invierno en tu casa haces reventar las bocinas con un disco de Shostakovich y arrojas de tu mente cualquier sentimiento que no sea aquel que te produce la música, tu vida cambiará para siempre.
¿Quieres potencia y agresividad extrema? Antes de escuchar a Rammstein, te recomiendo que escuches a otro alemán que se llama Richard Wagner. No hay nada como la Cabalgata de las Walkyrias. Él es el verdadero padre de la música extrema. Todo hevaymetalero que se de a respetar debe honrarlo como su padrino.
¿Crees que has escuchado la canción más triste? ¿Piensas que no hay más melancolía y oscuridad que la música gótica? Te doy un consejo. Escucha a todo el volumen el Réquiem de Mozart en una invernal tarde nublada y entonces te darás cuenta de dónde amamanta Lacrimosa y todo el pandemonio gótico.
Cuando te colocas unos audífonos y viajes en un taxi o en el trolley contemplando el paisaje o corres por las calles de la ciudad o enciendes el radio en tu carro, vives en dos mundos. Apolíneamente (diría Nietzsche) viajas o corres. Dionisiacamente escuchas y por ende te sumerges en un mundo aparte del que nadie puede arrancarte.
Tal vez las has oído muchas veces, pero... ¿te has detenido a escucharlas? Has la prueba. Dale a tu oído la oportunidad de sumergirse en el idilio de la música clásica.
La música ha socializado el trascender y lo ha transformado en un deporte de masas.
Escucha Las cuatro estaciones de Vivaldi y te aseguro que la primavera te parecerá más verde y verás toda la armonía que hay en el brillo del Sol y la melódica tristeza de una ventana empañada por el frío de una tarde otoñal.
¿Quieres suspender un instante en el fluir del tiempo? Sí, aunque no lo creas está en tus manos. Sólo sigue la Flauta Mágica de Mozart y después me dices a qué mundo extraño te llevó.
¿Sabes una cosa? Pink Floyd no existiría sin Mozart.
Sólo la embriaguez de la música disuelve las máscaras.
Los oleajes de música no conocen límites, minan los terrenos políticos y las ideologías. La música funda nuevas comunidades, traslada a un estado diferente, abre a otro ser. El espacio auditivo es capaz de envolver al individuo y hacer que desaparezca en el mundo exterior.
La música enlaza a los oyentes en otro nivel. Aún cuando éstos se conviertan en estatuas, no están solitarios cuando suena lo mismo en todos ellos. La música posibilita una profunda coherencia social en un estrato de la conciencia que antes se llamó mítico.
Dice Nietzsche que el hombre moderno arrastra una enorme cantidad de saber no digerido, que a veces traquetea de lo lindo en el cuerpo. Ponte a pensar. Las grandes obras de la música clásica ya existían cuando naciste, ahí están, al alcance de tu mano y sin embargo, no te has detenido a escucharlas
El único consuelo metafísico, es el arte y de todas las bellas artes, nada puede consolarte y arrancarte del tiempo como una sinfonía.