Sergio visita la casa de Asterión (publicado en Palabra)
Un domingo cualquiera, a mediados del siglo pasado, un joven de 18 años viajaba en autobús de Córdoba a la Ciudad de México. Durante una parada en Tehuacán, el muchacho compró un periódico para matar el tiempo y de repente se encontró entre sus páginas con un cuento que lo hizo sentir “como una corriente eléctrica recorriendo todo el sistema nervioso”. Esa lectura fue, en sus propias palabras, el mayor deslumbramiento de su juventud. “Exultaba una felicidad que ninguna lectura me había producido. Aquellas palabras: ¿Lo creerás, Ariadna –dijo Teseo-, el Minotauro apenas se defendió, dichas de paso, como al azar, revelaban el misterio oculto del relato: la identidad del extraño protagonista y su resignada inmolación”. El cuento que transformó la vida de ese muchacho y su manera de concebir la literatura es La casa de Asterión de Jorge Luis Borges. El joven deslumbrado por la revelación borgeana se llama Sergio Pitol, pero el detalle atípico de la historia es que ese cuento alucinante fue leído en un periódico, concretamente en el suplemento México en la Cultura, dirigido por Fernando Benítez. Un periódico comprado en una central camionera contenía entre sus páginas un cuento capaz de encausar una de las más fructíferas vocaciones literarias que ha dado este país como es la de Pitol. Hubo un tiempo en que los periódicos fueron puerta de entrada y camino hacia universos culturales ignotos. Por increíble que resulte, la expresión periodismo cultural podía escucharse como pleonasmo. El papel periódico fue alguna vez el territorio natural de la literatura. Casi toda la pléyade literaria del Siglo XIX, desde el ancestral Fernández de Lizardi a la generación de literatos liberales como Guillermo Prieto, Manuel Payno, Vicente Riva Palacio e Ignacio Manuel Altamirano, publicaron toda su obra en periódicos, al igual que Dickens lo hizo en Inglaterra. En los tiempos en que el joven Pitol lo leyó por vez primera, Borges era un autor desconocido en México y su puerta de entrada a este país, al igual que la de tantos autores de vanguardia, fue un suplemento cultural. Hubo sin duda una época de oro de los suplementos culturales en México, cuando las salas de redacción eran el hábitat natural de personajes como Vicente Leñero o Carlos Monsiváis. No quiero caer en la plañidera nostalgia de “todo pasado fue mejor” y señalar que en la actualidad conozco a no pocos directores y editores de periódicos que nunca han leído ni leerán un libro en su vida y a mil y un reporteros con pésima ortografía. Cierto, hoy es improbable descubrir en un periódico a un nuevo Borges, pero a cambio puedo navegar en las páginas de suplementos como Babelia, Revista Ñ y seguir a una infinidad de blogueros con afinidades intelectuales. Además, la mejor noticia es que en Ensenada tenemos a Palabra, llevando en alto la bandera del buen periodismo cultural como una suerte de aldea de Astérix, una atípica e improbable isla en el Pacífico que hace disfrutables los domingos y por la que hoy bien vale la pena descorchar un vinito del Valle por sus tres años. Enhorabuena colegas y felicidades. DSB