Cuando la lava comenzaba a arder en el interior, cuando el volcán estaba por hacer erupción
Escribí esta carta a Gerardo
Ortega hace once años y confieso que la había olvidado. La he reencontrado por
casualidad buscando otro documento y después de leerla, reparo en que describe
a la perfección lo que estaba sucediendo en mi interior en aquel entonces. Algo
ardía, algo quería brotar, un huevo de serpiente estaba a punto de romperse. Era
inminente pero aún no imaginaba sus alcances ni lo abrupto de su final. Así me
sentía al arrancar el 2014. Había un fuego encendido y el alma estaba en ebullición.
El pacto demoniaco estaba por firmarse. Daría lo que fuera por volverme a
sentir así, pero esos viajes ocurren solo una vez en la vida. Solo me resta
sentirme afortunado por haberlo vivido. Hoy sería ideal tener a la literatura
como aliada, como tronco flotador y ruta de fuga, pero la muy cabrona me ha
dejado plantado. Flor de un día, un lustro de creatividad y después…el limbo, la
pastosa, estéril y límbica densidad.
"Es extraño Ortega, pero al
tocar la puerta de los cuarenta mi relación con la literatura se vuelve
salvaje, pasional, extrema, casi patológica. A menudo leo
testimonios de gente que recuerda con nostalgia el apasionamiento de sus
lecturas juveniles, hablando desde una fría y poco emocional edad adulta en
donde leen con cierta distancia y sin mucha capacidad de
sorpresa. Yo en cambio soy más voraz. Tarde he comprendido, como una
suerte de tardía revelación, que mi vida pudo ser una suerte de sacerdocio literario,
que pude entregarme por completo a las letras. Que nací marcado o condenado a
esta adicción, aunque tardé mucho tiempo en aceptarla. De una u otra forma los
astros han ido conformando una improbable alineación desde que nació Iker,
quien trajo una torta de creatividad bajo el brazo y un cambio de visión,
aunque no en el rumbo que esperaba.
Cuando la
lógica, mi rumbo de vida y la paternidad apuntaban a que
me volviera un ser un tanto más serio y racional, cuya pasión literaria quedara
reducida a una simple afición recreativa, resulta que la ilusa fiebre de
chamaco me toma por asalto justo ahora y si me ves, te podrás dar cuenta que
estoy mucho más pirado que antes. A los 30 jugaba la parte y hasta aceptaba
ponerme una corbata, pero hoy me he entregado a los brazos de mis desvaríos.
Bonita cosa para un cuarentón. Si pudiera pedir un estúpido deseo,
sería tener diez o quince años menos. Lo que estoy viviendo ahora debería
haberlo vivido a los 25. Llegar, como he llegado ahora, a la conclusión de que
no puedo y en realidad no sé hacer otra cosa que escribir, y
cualquier proyecto diferente que emprenda necesariamente estará
condenado al desbarrancadero.
Desde un tiempo para acá tengo
la sensación de que la vida ya no quiere esperar, de que el tren corre con
prisa hacia el precipicio.
A veces creo que los astros se
alienaron de manera improbable. Había balones en el área y simplemente supe
rematar a gol. Hacía falta muy poco para que nada de eso sucediera. Vaya,
bastaba que hubiéramos ganado la elección de 2010 y posiblemente yo sería ahora
un empleado de gobierno con un sueldo decoroso y un proyecto de vida en la
administración pública. Si hubiéramos ganado nunca habría escrito
Réquiem por Gutenberg y acaso habría interrumpido la escritura de Mitos del Bicentenario.
Si Hank no hubiera sido detenido por el Ejército convirtiéndose en nota
internacional, una editorial como Océano no me hubiera publicado
nunca el Tigre Blanco. Aproveché las oportunidades y conseguí algo
que a inicios de 2010 me hubiera parecido fantasioso: publicar cuatro libros en
tres años.
A veces da la impresión de que
fue sencillo, al menos bastante más de lo que pensaba, pero de pronto me veo en
el espejo y caigo en cuenta de que no sé un carajo, de que soy neófito e
inexperto como el escuincle que iba al taller de la UR. Que tengo un montón
de manuscritos en las manos y no sé qué chingados hacer con ellos.
Todo el 2013 me dediqué a
escribir intempestivamente. Desparramé palabras pero sin proyecto. Trato de
encontrar la escultura oculta dentro de la piedra bruta. Sigo intuyendo (o
queriendo intuir) que aún hay mucho más, que lo hecho hasta ahora es un esbozo,
que en las profundidades aguarda algo que aun puede desdoblarse, como las
proezas físicas que puedes lograr cuando consigues el ritmo cardiaco adecuado
después de mucho entrenar.
Al mismo tiempo, me doy cuenta
de mis tremendos límites y mis carencias. Por ejemplo, puedo en minutos
escribir mil palabras de una columna periodística o una editorial para la tele
bajo presión extrema, con ruido y distractores sin que me afecte. La escritura
periodística se me da naturalita, aun la crónica y el ensayo. Pero cuando
intento crear una ficción empiezo a sufrir. Me levanto a las cinco de la mañana
y en el silencio total del amanecer, con un café bien negro y la
concentración a tope, apenas alcanzo a soltar 300 palabras en dos horas, que al
final no me convencen y me resultan artificiales, sin sangre en las venas,
vacías de alma y credibilidad. No soy capaz de liberar a los personajes y me
cuesta horrores poder construir un diálogo. Como creador soy posesivo y
controlador. Me gusta hablarles y tal vez por ello me siento tan cómodo en la
segunda persona y tan extraño en las charlas entrecomilladas. Sucumbo siempre a
la tentación del ensayo sobre la trama y mis personajes se vuelven
parcos, artificiales, poco creíbles.
Después el día comienza
y sé que aunque lo intente no podré volver a escribir ficción hasta
el siguiente amanecer. Duermo poco y me levanto con la urgencia de escribir.
Incluso sueño historias (dos de ellas ya las he escrito) A veces topo con un
muro y caigo en un pantano, pero hay amaneceres en que la liberación se produce
y la sensación es similar a la calma postorgásmica.
Durante el
día, sobre todo por la mañana, voy escribiendo mentalmente mientras
manejo o camino. Voy construyendo frases o párrafos que después olvido o
naufragan en el absurdo al llegar a la pantalla. Mis dos novelas yacen en una
arena movediza de donde no logro sacarlas. Entonces me doy a la tarea de
liberar letras paralelas, como son mis cuentos de 20 mil palabras de Días de
whisky malo y los desvaríos futboleros.
En fin Ortega, te juro que no
era mi intención ni mi idea escribirte una carta de mil palabras en unos
cuantos minutos. Simplemente pensaba contestar tu correo, decirte gracias, pero
las condenadas palabras se sublevaron. Considéralas palabras prófugas,
escapadas del corral, palabras rejegas sobre las que no tengo
potestad alguna.
Algo va a pasar carajo. Hay
mucha pinche lava ardiendo en el interior.
Un abrazo muy grande. Gracias
por estar y existir. Acaso esta carta haya sido una terapia de catarsis. En
cualquier caso me siento un poco mejor después de haberla
escrito". DSB