Bibliotecas, la resistencia final
La mañana del pasado 18 de noviembre tuve la fortuna de reunirme con las personas que están a cargo de las bibliotecas públicas municipales de Tijuana.
La mañana del pasado 18 de noviembre tuve la fortuna de reunirme con las personas que están a cargo de las bibliotecas públicas municipales de Tijuana.
La tarde del pasado domingo fue
consagrada a ver Frankenstein de Guillermo del Toro. En cuestiones de cine yo
soy brutalmente ignorante. Las películas se dividen entre las que me aburren y
las que me gusten y Frankenstein me gustó un chingo. Es una gran película, una
obra mayor. Punto. Aquí no caben medias tintas ni ambigüedades. Es una película
muy chingona y si no la han visto, en verdad les recomiendo que la vean.
Miren colegas, cuando dejo por un
momento la estepa de las palabras para adentrarme en el imperio del Homo Videns,
lo único que deseo es que las imágenes sean contundentes, fascinantes,
seductoras y en ese sentido Guillermo gana por goleada. Qué belleza de
fotografía. Una atmósfera visual capaz de sumergirte desde el primer instante.
En cuanto a la trama hay unas cuantas alteraciones respecto a la obra de Mary
Shelley (no spoilers, please) pero las perdono. Amante de los monstruos, creo
que Del Toro se enamora de la criatura y la hace aún más linda y amable de lo
que es en el relato de Mary. Guillermo es también un Víctor Frankenstein, pues
ha sido siempre un creador de monstruos, pero en ese caso creo que se enamoró
de su creación y se nota. La manera en que la bestia se comporta con Elizabeth
es tal vez la más evidente. Acaso la
primera y más notoria alteración es cronológica. Frankenstein fue publicada en
1818, Mary murió en 1851 y Del Toro fecha su obra (innecesariamente) en 1857.
Mary
Shelley concibió el Frankenstein durante su estancia en
la mansión de Villa Diodati a orillas del lago de Ginebra a
donde fue invitada junto con su esposo Percy por el extravagante Lord Byron
durante el oscurísimo verano de 1816. Durante esa legendaria estancia habría
nacido también el Vampiro, de la pluma del pobre e incomprendido Polidori, médico
personal de Byron. En cualquier caso, la realidad es que más de dos siglos
después seguimos amamantando néctar literario de aquel verano que nunca llegó.
Vampiros y Frankensteins nos dieron a llenar en el Siglo XX y en el XXI se
renuevan con mejor imagen y vestuario. Vaya, hace poco se estrenó una nueva
versión de Nosferatu, también con extraordinaria fotografía (aunque creo que la
obra de Del Toro la supera). Nos guste o no, seguimos siendo hijos del
Romanticismo.
Ver
Frankenstein me hizo retornar a un libro que quiero muchísimo. Se llama El año
del verano que nunca llegó y su autor es el colombiano William Ospina. Es un
magistral ensayo sobre el mito de Villa Diodati y las claves por las que
Frankenstein y el Vampiro siguen siendo omnipresentes en nuestra cultura. Una
segunda lectura que ayuda a dimensionar el espíritu de la época que envolvió a
Shelley, es La razón de la oscuridad de la noche del británico John Tresch. Aunque
el ensayo habla de Poe y no de los ángeles caídos del Lago de Ginebra, nos
permite sumergirnos en el Zeitgeist del temprano Siglo XIX, cuando la ciencia y
el Romanticismo consumaron su luna de miel. Vaya, en aquellos años había no
pocos doctores Frankenstein obsesionados en convertirse en dioses creadores de
nuevos Adanes. Los avances en astronomía, física y ciencias naturales, convivían
en amasiato con la resurrección de seres mitológicos e idealizaciones del
paganismo precristiano. Además, si sentamos a Poe en la mesa de los Shelley,
Byron y Polidori, nos encontraremos con otra figura que dos siglos después nos
sigue dando de comer a raudales: el detective.
En cualquier caso, Frankenstein está más que
vigente en nuestra época, aunque los modernos prometeos no estarán hechos con
pedacería de cadáveres, sino con nanochips. El nuevo Frankenstein serán
millonarios estilo Elon Musk transformados por voluntad propia en cyborgs postapocalípticos,
seres cuyo tejido neuronal será pura inteligencia artificial. El Frankenstein
con el que conviviremos en nuestra vida cotidiana será el Homo Deus de Yuval
Noah Harari y a diferencia de la criatura de Shelley que enamoró a Del Toro, esta
insolente bestezuela robótica no albergará nobles sentimientos.
No, la
supervivencia en el Coagüilón no era pan comido. No era fácil meterse a las
cantinas donde siempre había una radiola sonando a tope o sino un conjunto
norteño completito, de cuatro o cinco integrantes, deleitando a la
concurrencia. Con qué cara llegaba un solitario acordeonista panzón y mal
fajado que aparte tocaba pa la chingada a pedir que apagaran la radiola y que
lo escucharan cantar. Por más bien que te saliera tu imitación de los Tigres,
estaba muy cabrón que alguien te diera bola. Tu potencial público eran los
borrachos callejeros o los que mataban los minutos sentados en las bancas o en
la fuente de la Santa Cecilia o los morritos mariguanos del Zacaz que eran
fáciles de persuadir, pero en cualquier caso ni en tu mejor noche pudiste
regresar a casa de tu padrino con más de diez dólares en el sombrero.
Así
habrías seguido, valiendo pura madre, de no haber tenido ese providencial
encuentro afuera de la Tropa Bar. A
leguas se notaba que el bajo sexto de ese pinche gordo era de los pros, de los
que usaban los grupos chingones que encabezaban el cartel de Las Pulgas.
También el sombrero texano era de los caros y qué decir de las botas, con sus
escamas de cocodrilo bien definidas y relucientes. Eso sí, el cabrón estaba
mucho más pinche puercote que tú y se cargaba una cara de chiste que no podía
con ella, pero bastaba ver su indumentaria y su equipo para saber que aquel
compa tocaba con alguien pesado. A ti te llamó la atención su instrumento, pero
al bato lo jaló tu voz. Unos pochos que estaban en un puesto de tacos te
pidieron La jaula de oro y tú feliz, porque con las rolas que mejor
podías lucirte era con las de los Tigres. De reojo wachaste que el gordo del
bajo sexto te estaba escuchando atento.
Los Pochos te dieron un billete de cinco dólares y ya no quisieron pedir
otra, pero cuando ya te retirabas del lugar, el gordinflas te tocó el hombro.
-
Quihubo compa. Te sale bien la voz del Tigre ¿No
tendrás un minuto?
Tres
horas después, el Cochi Torreblanca ya te había invitado tres caguamones en La
Tropa y te había contado su vida y obra.
Recientemente tuve el honor de participar
como jurado en el Primer Premio Nacional de Cuento de la Universidad de las
Américas Puebla junto con mis colegas Verónica Gerber e Iván Soto.
Esta es la primera vez que se
convoca a este certamen y lo verdaderamente destacable fue su extraordinaria
capacidad de convocatoria, pues se recibieron más de 600 cuentos
El ganador resultó ser Oswaldo
Enrique Escalona Ramos, un joven de la Ciudad de México, con el cuento O Kyrios
Jeri.
En lo personal el cuento me gustó por
su ritmo, su fino humor y sus juegos de palabras .
La historia narra las andanzas de una mano autónoma que tiene
vida propia.
Confieso que el relato me recordó
mucho a un clásico inmortal llamado La nariz escrito en el Siglo
XIX por Nikolai Gógol, quien es junto con Edgar Allan Poe uno de los padres del
cuento contemporáneo.
Gógol y Poe, que sin conocerse ni
leerse vivieron vidas casi paralelas (pues ambos nacieron en 1809 y murieron solo
con tres años de diferencia) sentaron las bases de las que abrevarían miles de
cuentistas en todo el mundo.
De una u otra forma el espíritu y
la influencia de Gógol fue palpable en un certamen convocado en 2025.
Me gustó muchísimo un cuento
llamado Arte de borrar y posiblemente por pura filia
conservaré el manuscrito, pues lo leí con genuino interés, pues se trata de una
muy bien construida ucronía en torno a Jorge Luis Borges y su obra.
Rindiendo homenaje a piezas
borgeanas como Pierre Menard autor del Quijote o La memoria
de Shakespeare, la persona que lo creó nos entregó un erudito relato
ensayístico que imagina lo que pasaría si Borges fuera borrado.
Me gustó un cuento llamado Canto
de cigarra por el buen manejo de la segunda persona y lo ingenioso del
tributo a Aura de Carlos Fuentes.
Me gustó Encima de los
cielos desplegados por su esencia gauchesca en claro
homenaje a Esteban Echeverría, con todo el tono de un clásico como El
Matadero
Me gustó (o me tocó una fibra
personalísima) Madre mía, que es más una anécdota o una
crónica personal antes que un cuento, pero bien narrada dentro de su extrema
sencillez.
Ser
juez es para mí como una suerte de solitario taller literario.
Dado
que no es una ciencia exacta o un deporte en el que gane quien meta más
goles, cualquier competencia literaria está condenada a priori a una terrible
subjetividad.
La derrota
o el triunfo serán siempre relativos y entrecomillados, pues no hay lectores ni
lecturas iguales. Ganó uno, pero perfectamente pudieron ganar otros veinte con
méritos casi idénticos.
Saudade del
juez es como suelo llamar al sentimiento que me asalta cuando estoy ante una
pila de manuscritos engargolados a los que debo evaluar
como jurado de algún concurso literario, sabedor de que
buenos trabajos deberán ser descartados, pues solo uno puede ser el ganador.
Veo
el montón de papeles y al menos por un instante creo palpar la
ilusión y la emoción del acto creativo yacientes en cada uno de ellos.
Nunca
pierdo de vista que hasta el más inocentón e inexperto de los
participantes inscribe su trabajo con la esperanza real de poder
ganar y ver su borrador publicado.
Yo sí
le creo a Roberto Bolaño cuando afirma que aún el más tonto y fallido de los
escritores conoce al menos por unos segundos esa ráfaga de éxtasis derivada de la
entrega total al acto creativo.
En
cualquier caso, para mí sigue siendo un misterio fascinante que en esta época
haya tanta gente que aún apueste al cuento, el género narrativo primario.
¿Por
qué en un mundo infestado por miles de evasiones cibernéticas, un
joven sigue apostando por escribir? ¿Cómo es posible que para un nativo digital
siga teniendo sentido invertir largas horas de su vida en dar forma a
una historia construida únicamente con palabras?
Sigo
creyendo que son muchísimas las personas que desean o han deseado
escribir un libro. Seres cuyo historial y forma de vida nada tienen
que ver con lo literario, se sienten alguna vez inclinados a recurrir a las
palabras para intentar liberar alguna obsesión y convertir en arquitectura
prosística un deseo oculto o un quebranto no resuelto. Las palabras están
ahí, listas para ser moldeadas y acomodadas de la misma firma que la
arena en una playa está a disposición de quien quiera ponerse a
construir un castillito. Por fortuna a los gobiernos aún no se les ocurre
cobrar un impuesto por el uso de ese bien comunal llamado lenguaje.
¿Por
qué escribir? Ante todo, por el puro gusto de hacerlo. Aunque
profesionalmente sea mi forma de vida, sigo creyendo que la
escritura, al igual que la lectura, es un fin antes que un medio. Si la
escritura como acto deriva en una forma de catarsis, entonces ha
valido la pena intentarlo aunque las palabras escritas jamás vayan a encontrar
quien las lea. Yo durante años escribí sin pensar siquiera en buscar algún
lector y aún a la fecha sigo garabateando cantidad de párrafos de caligrafía
indescifrable cuyo único destino es perderse en el caos de mis
libretas.
Cuando
el acto mismo de la escritura representa el final del viaje, uno
puede blindarse contra la decepción.
Te llamas
(o te llamabas) Pierluigi; naciste, creciste, soñaste, deliraste, caíste, te arrastraste y
moriste en Bérgamo y en algún lugar de
su periferia yacen tus restos, ocultos y confundidos en una fosa común a la que
nadie quiere acercarse. Tu cuerpo fue
sacado de la ciudad a la medianoche apilado dentro de un camión, como si fuera material de altísimo riesgo,
contaminante e infeccioso. Cierto, casi todo lo que ocurrió en tu existencia
ocurrió en Bérgamo, pero la dulce embriaguez de estar vivo la palpaste en otras
ciudades a las que llegaste siguiendo el peregrinaje de tu casero equipo, muy
poco dado a pisar canchas ubicadas fuera de la bota italiana.
Fuiste
parido en el 69, un año en que el mundo ardía aunque en tu lombardo microcosmos
seguía reinando la calma chicha.
En el
Bérgamo de tu infancia nunca pasaba nada y los mayores dramas familiares tenían
que ver con la pudrición de los quesos y enmohecimiento del pan. Cuarto hijo en una familia de pequeños
comerciantes abarroteros de la Cittá Bassa, creciste contemplando a la
distancia el Campo Alto, el primero de los Prealpes Bergamescos, a donde
emprendían periódicas excursiones que daban sentido a tu existencia.
Muy pronto
te fuiste revelando como el serio candidato a ocupar el puesto de oveja negra
de la familia. Burro en la escuela, dado a la vagancia, a la ensoñación y en absoluto ajeno a los
vicios, no fuiste como tus hermanos, un
solícito aprendiz en la tienda paterna y cuando tuviste edad para poner tus
brazos y tu cabeza al servicio de la economía familiar, preferiste salir a
buscarte la vida en las calles de la Cittá Bassa donde matabas las tardes
pateando pelotas de trapo, mirando mujeres inalcanzables y pepenando colillas
de cigarros en los botes de basura.
Lo único
capaz de picar tus costillas y encender la válvula de tu creatividad para
juntar un par de monedas, eran los partidos del Atalanta Bergamesca. De una
forma u otra, tu biorritmo existencial se regía por los partidos de La Dea y el fin último de tu existencia
parecía reducirse a reunir las monedas estrictamente necesarias para pagar la
entrada más barata al Atleti Azzurri
en la curva norte.
Así
llegaste a la tardía adolescencia, sin
más oficio ni beneficio que gritar los más bien escasos goles de la escuadra
local, sin saber qué carajos esperar de la vida, hasta que la vida te puso
delante al viejo Radelgardo de Benevento y tu camino existencial dio un vuelco.
Hay
enfermedades propias de ángeles caídos. La tuberculosis y la baudeleriana
sífilis eran el requisito indispensable para ser poeta en el Siglo XIX, de la
misma forma que el Sida envolvía en un halo de malditismo decadente a sus
portadores. Acaso a Ghoul no le hubiera molestado dar positivo al VIH. Después
de todo, hay cierto prestigio en escandalizar buenas conciencias e ir por la
vida señalado como el practicante de placeres prohibidos, deleites orgiásticos
a los que no suelen aspirar los ordinarios Godínez. Ghoul sin embargo jamás
estuvo en una orgía y sus mayores
depraves sexuales ocurrieron solamente en su mente durante sus compulsivos
onanismos.