Hace todavía muy poco tiempo, cuando la normalidad no era nueva ni era normal, el fin de semana del Memorial Day solía ser un ritual efervescente por estos rumbos, con restaurantes y bares a tope y playas rebosantes. En estos días solían coincidir la Feria del Libro de Tijuana y el Art Fest de Rosarito (y la regla no escrita pero infalible, era tener presentación libresca el sábado o domingo). Para nosotros solía ser una jornada intensa. Hoy el cielo y el Pacífico han cumplido con ponerse el más azul de los trajes como corresponde a los grandes días, pero por aquí la peste sigue tronando sus chicharrones y vivimos, al puro estilo de José Alfredo, en un mundo raro. Por una parte, el ánimo social pide calle y fiesta a gritos y hordas de encuarentenados salen de su casa por cualquier pretexto. Para la gente esto ya se acabó y el siempre chimoltrufio mensaje oficial habla de integrarnos a la nueva normalidad mientras las cifras te dicen que México vivió ayer su peor día de contagios desde que comenzó la pandemia. La paulatina liberación coincide con los días más pestíferos. Mientras esto sucede, la cerveza artesanal vive días de vacas gordas haciendo su agosto en mayo. Personajes que tradicionalmente serían felices con su caguama Tecate, hoy hacen fila para pepenar lupulosas extravagancias cuya existencia desconocían hace un par de semanas. Yo he tenido una relación ambivalente con la cerveza artesanal. Cuando el Sierra Madre Brewing Co irrumpió en 1997 aquello me pareció elixir de dioses y creí descubrir el grial. Luego Mauricio Fernández inventó la Casta y ya estando por estos rumbos descubrimos el Rock Bottom en San Diego y su deliciosa Regatta Red. Irrumpió después la Cerveza Tijuana, la Cucapá y yo era feliz bebiendo artesanales, pero como todo, llegó el momento en que empalagó. Con esta cheve me sucedió lo mismo que con el noir escandinavo o el death metal. Al principio cada nuevo exponente me aportaba algo novedoso y fascinante, pero muy pronto caímos en la infestación. De repente, teníamos a decenas de miles de hípsters haciendo prescindibles, chupamirtosas e intomables cervezas artesanales (un artesano cervecero en cada hípster te dio, podría espetar el Himno Nacional). De cada diez artesanales que probabas, una o dos eran tomables. Ocurrió entonces lo inevitable: las artesanales nos dieron en cara y Carol y yo nos redescubrimos más felices con una ordinaria, deliciosa e infalible Modelo que nunca te fallará ni te dejará abajo. Pero las artesanales, como el dinosaurio de Monterroso, aún estaban ahí. En Valle de Guadalupe probamos la Escafandra y la Wendlandt y le volvimos a agarrar el gustito. Me ocurrió como con la narrativa de Bolaño: hubo un sosegado y amistoso reencuentro luego de despotricar contra ella. Lo cierto es que nunca como en esta primavera ha habido tantísima cerveza artesanal desfilando por nuestro refrigerador. Don Quijote tenía razón: Dulcinea es la reina, aunque cómo extrañamos poder tomar una Modelo.
Monday, May 25, 2020
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