El Monterrey de nuestra nostalgia es una ciudad que ya no existe. Todo se transformó, incluida la marginalidad “kolombiana”. Entre ráfagas de Déjà vu, Carol y yo vimos la película Ya no estoy aquí. Ulises y los demás personajes del filme son hijos de los “colombianos” con los que tantas veces nos cruzamos en los camiones y en el Río Santa Catarina y sin duda eran niños en la época en que recorríamos la ciudad. Sí, los cholombianos siempre estuvieron ahí, pero incluso ellos se sofisticaron en el nuevo milenio. Monterrey es una ciudad con esencia de Jekyll y Hyde, una Sultana bipolar que oculta bajo sus faldas lo que le avergüenza sin renunciar a volverlo trendy si los astros de la moda se le alinean. La cultura colombiana es tan profundamente regia como la redova o la polka (unos ritmos los importamos de Alemania y Polonia y otro de Valledupar, aunque su esencia regia es propia, única e inconfundible). A los Colombia los recuerdo desde mediados de los años ochenta durante mis incursiones ciclistas al Río Santa Catarina. En aquella época ya era clásico el copete decolorado, la matita larga de atrás y corta por delante, pantalones rabones apretadísimos (no flojos ni tumbados) tenis Converse preferentemente rojos, enorme grabadora al hombro y (sin duda la diferencia más significativa) camisetas metaleras. Tal vez al purista Ulises le parezca aberrante, pero en esos tiempos era clásico ver a los cholombians con playeras negras de Iron Maiden aunque también usaban mucho las del TRI. El loop de la cumbia rebajada vive en el disco duro neuronal de nuestro anecdotario regio. Si abordabas un camión Estanzuela o Sierra Ventana, había altas probabilidades de que en el asiento del fondo fuera algún colombiano con su grabadora. Si nos remontamos a antes del Gilberto, cuando en byka peinaba la Ciclopista, ahí estaban siempre los cholombians rondando por las canchas. Era la época del Tropical Panamá y de Celso Piña tocando en los salones de la Indepe (cuando los futuros Control Machete aún estaban lejos de saber quién era ese tal Celso). Ahí estaban los puesteros del Puente del Papa y la Colombia Chiquita. Siendo reportero de El Norte hice un reportaje sobre un grupo de colombianos de la Sierra Ventana, la mayoría expresidiarios, que habían montado un taller de artesanías. Me regalaron un cuadro muy locochón de unos pescados que mucho tiempo adornó la pared de mi cuarto. Recuerdo que fueron excesivamente cálidos. Inolvidable también el Nicho Colombia, compañero en la redacción de la calle Washington, quien escribía su columna cholombiana en Metro. En El Norte me tocó firmar la nota previa a la inauguración del túnel de la Loma Larga. Poco después me fui de la ciudad y todo cambió en aquellos cerros. No vivimos la guerra ni el horror de los Z. ¿Lo mejor de la película? Las imágenes panorámicas de los cerros, la omnipresencia del vallenato rebajado, lo creíble del lenguaje, la pura regia saudade.
Friday, May 29, 2020
<< Home