La amortalidad del escualo boreal
La muerte no es un destino inevitable, sino simplemente un problema
técnico. La gente se muere no porque los dioses así lo decretaran, sino debido
a varios fallos técnicos: un ataque al corazón, un cáncer, una infección. Y
cada problema técnico tiene una solución técnica. Yuval Noah Harari
Debo a un tiburón dormido y a un esquimal borracho el don (o acaso sea el
lastre) por el que algunos me llaman hoy en día el asesino de la Muerte. Uno no es lo que quiere, sino lo que puede
ser. Hay quien insiste en verme como un vampírico Gilgamesh del mundo futuro,
un Dorian Gray encarnado, el glorioso vencedor de la Parca. ¡Vaya
grandilocuencia! A mí me da igual: yo mismo no sabría cómo definir esta
monserga.
Acaso al final mi única herencia sea una modesta y aburrida autobiografía,
carente de suspenso y heroísmo, en donde narre los pormenores de este
desafortunado accidente.
Me llamo Søren Dalsgaard
y soy proveedor de amortalidad. No de inmortalidad o vida eterna; tampoco de
edenes o nirvanas: lo mío es sólo una densa e incierta prolongación de la
existencia.
En mi camino no hubo ni busqué nunca un tentador Mefistófeles o una fuente
de la eterna juventud. Tan solo se me atravesó
un escualo boreal y un pescador peleado a muerte con la sobriedad. Con
eso me ha bastado para sumar más de tres siglos de vida terrena. El resto es
patraña y leyenda.
Por supuesto todo esto tuvo un principio. Si mi hipotético biógrafo hace la
tarea, encontrará alguna partida de nacimiento en donde conste que nací en
Aalborg, Dinamarca, en la Noche de San
Juan de 1721. Imposible rastrear petulante heráldica o gloriosa estirpe. En mi
hogar solo hubo rudos cargadores portuarios y bodegueros encargados de proveer
de pendencieros licores a los hombres de mar. Si desde mi temprana juventud
opté por embarcarme como grumete por salarios de hambre, fue por evadir el
tedio y las miserias de la casa paterna.
Bajo las sombras del puerto de Hamburgo, las furtivas luces rojas inmolaron
el lastre de mi castidad. Entre náufragas borracheras proletarias y baratas
dosis de lujuria no tan ampliamente recompensada, encontré algo parecido al
hedonismo vedado a mi familia en Aalborg. Casi de inmediato debí pagar la
venérea factura de mis correrías mientras recorría los puertos del Báltico. El
pene me ardía, mis músculos se atrofiaban y los mil demonios del mal vodka me
hablaban al oído en las insomnes madrugadas de tormenta.