Eterno Retorno

Thursday, June 30, 2022

El vino es un gran consejero. Sigamos su consejo.

 



 

El vino hizo su arribo a México con la expedición de Hernán Cortés,  pero fue hasta finales del Siglo XVI cuando se consolidó  en Parras de la Fuente, Coahuila,  la primera finca vitivinícola mexicana.  México fue el primer lugar de América donde el fruto de la vid fermentó en vino. Al estúpido monarca Felipe II se le ocurrió la “brillante idea” de prohibir la producción vitivinícola en el virreinato, según él para para no perjudicar a los productores españoles y obligarnos a beber solo el vino que llegaba en barco desde España, pero por fortuna a los misioneros jesuitas les entró por un oído y le salió por el otro la orden del reyecito e  hicieron caso omiso. Dicen que fue el jesuita Juan de Ugarte quien plantó la primera viña bajacaliforniana a principios del Siglo XVIII y eso ocurrió en el Valle de Santo Tomás. En esta bella península, tan alejada del ojo censor de la corte, se podía vivir en una digna libertad.

En la época misional, los vinos bajacalifornianos brotaban de los valles de San Vicente, Santo Tomás y Ojos Negros. Fue hasta 1905 cuando la diáspora de rusos molokanes plantó la primera vid en el poblado de Francisco Zarco, en el Valle de Guadalupe.

¿Saben ustedes de dónde brotaron los primeros vinos de L.A. Cetto en 1928? No fue de Ensenada o de Tecate, sino de la mismísima Tijuana. Incluso en la zona de La Mesa y en el Cañón del Padre  había viñedos en los años 30. El primer rancho vitivinícola de los Cetto se llamaba El Escondido y estaba en Valle Redondo, en suelo tijuanense. No lo sé de oídas; el propio Luis Agustín Cetto (Q.E.P.D.) me lo narró.

Hugo D’Acosta, el visionario enólogo que concibió en su mente el paraíso en que podrían convertirse los valles   ensenadenses, llegó a Baja California el 12 de diciembre de 1988 contratado por Bodegas Santo Tomás. En aquel entonces había solamente cinco casas vitivinícolas en el casi virgen  Valle de Guadalupe. Después Hugo fundó su propia firma, Casa de Piedra, y empezó a asesorar a otros vitivinicultores. El Valle comenzó a crecer a paso veloz.  Tres décadas después hay más de 160 casas vitivinícolas donde antes solo había cinco.

Carol y yo amamos el vino. Poco a poco nos hemos ido adentrando en este universo y nuestra capacidad de sorpresa y fascinación no se pierde. El mundo del vino me parece casi tan fascinante y complejo como el de los libros, una aventura que no acaba. De la misma forma que como lector trato de estar siempre abierto a nuevas propuestas y expresiones literarias, como aficionados al vino siempre tratamos de descubrir nuevas firmas y varietales y jamás nos cerramos a priori a nada. No soy un conocedor ni muchos menos. Soy solo un hedonista que me dedico descaradamente a disfrutar lo que nuestra tierra bajacaliforniana provee.

Nos sentimos muy afortunados de que el lugar de donde brota el 80 por ciento de la producción del vino mexicano esté a menos de 50 minutos de nuestra casa y por eso cada que podemos escapamos a nuestro valle a  explorar nuevos viñedos y a catar nuevos vinos. En esta última fuga de nuestro aniversario de bodas catamos 14 diferentes variedades, y dos resultaron ser una gratísima sorpresa: Némesis, un complejo Nebbiolo de la Casa Urias en el Valle de San Vicente (sabia recomendación del sommelier Miguel Figueroa) y el Merlot de Finca La Carrodilla. Hace un mes descubrimos Singular, una mezcla de Merlot y Tempranillo de Lomita que nos voló la cabeza. En los últimos dos años habíamos tenido endiosado a VenaCava, pero las últimas dos botellas nos quedaron a deber. La etiqueta de Némesis me hace imaginar muchas historias. Puede ser lo mismo la portada del disco de una banda Doom o Stoner o la inspiración para un cuento medieval estilo Decamerón.

Catar vino es una aventura tan hechizante como explorar nueva literatura o nueva música. Puede que de diez vinos que cates, ocho se queden en ni fu ni fa, pero siempre habrá uno o dos que te enamorarán y harán volar sus sentidos.

Aquí, en la Latitud 32°,  en este clima mediterráneo de  suelos arenosos, calcáreos, graníticos o gravosos está el corazón de la producción vitivinícola mexicana. Ocho de cada diez botellas de vino mexicano emergen de  los valles de Guadalupe, Santo Tomás, Ojos Negros o San Vicente.

Esta tierra peninsular que por millones de años fue fondo marino y que representa una de las formaciones geológicas más jóvenes de la Tierra, produce el mejor vino de México. Lo siento si mi regionalismo les resulta tendencioso, pero Querétaro y Coahuila no nos hacen ni sombra.

La geología, la composición de los suelos, la lluvia, el riego y el clima están presentes en el vino que estás bebiendo, pero más allá de la variedad de uva, de la tierra y del viñedo,  está un grupo de personas interpretando y transformando el entorno e  imprimiendo un sello personal en cada cosecha. El vino es mucho más que una moda, un folclor turístico, un símbolo de sofisticación o estatus social.

En ese elíxir que emerge de la botella habita lo más profundo de nuestra cultura y tradiciones vinculadas al espíritu de una tierra a la que es preciso cuidar y respetar. Ojalá sepamos preservar nuestro Valle y su esencia.

El vino es vínculo, unión, convivencia, un sencillo oasis de magia en la vida cotidiana.

El vino es un gran consejero. Sigamos su consejo.

Pd- En los viñedos La Carrodilla encontramos el más descomunal girasol que hemos visto en nuestras vidas.