Pintar, pintar y pintar, edificios o servilletas, da lo mismo. Algo brota y vive para que yo no muera. Vaya paradoja. Sentirme vivo al pintar una niña muerta o el funeral de un obrero asesinado. Vivir en su muerte. Porque mientras pinto soy el pugilista de puño cerrado al que jamás le contarán los diez segundos ni siquiera como rapto de desolada tristeza. Pintar es combatir, contra el mundo y contra uno mismo, desgarrarse y desparramar las entrañas. Solo entonces encuentro algo parecido a la paz. Sí, lo acepto, no puedo vivir sin pintar, pero mi catarsis ha estado por siempre subordinada a una pasión más baja, un quehacer lleno de malquerencia e ingratitud por el que ahora estoy confinado en esta tumba. ¿O qué: ustedes creen que me refundieron en Lecumberri nomás porque al presidentito catrín no le gustan mis murales? No, yo no soy un mártir del arte. Si hoy me tienen como huésped de lujo en el hotel barras de acero con cargo al supremo gobierno de México es por ese amor furtivo que tantas y tantas horas le ha robado a la pintura, a mi familia, a mi sueño y a mi vida entera. ¿Saben cómo se llama ese condenado amorío? La Revolución, la ingrata y pérfida Revolución, si es que acaso esa cabrona casquivana existe, porque en su nombre se cometen muchos aberraciones.
Thursday, September 26, 2019
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