La imagen que ven aquí fue el paisaje que contemplé todas las mañanas del mundo en mis primeros ocho años de vida. Mi cerro fue siempre el de las Mitras. Las dos casas donde más tiempo viví en Monterrey (siete años en cada una) yacían (casi) en sus faldas, aunque en contornos distintos. Para efectos de una postal sería más estereotípico hablar de la Silla, pero mi cerro fue la mitra de un espectral obispo. Un cerro horadado por un descomunal cráter artificial, lacerado por los periódicos dinamitazos de la pedrera. Ese es el reloj de mi prehistoria: la dinamita, el silbato de no sé qué fábrica y los trenes… sobre todo los pinches trenes. El Regiomontano, aquel ferrocarril de pasajeros que hacía la ruta Monterrey-México, salía de la estación a las seis de la tarde y pasaba frente a nuestra casa veinte minutos después. Mirarlo era una suerte de ritual. No es jugarreta de la nostalgia si les digo que mi oído aprendió a identificar el sonido de cada tren, sobre todo el de la Máquina Vieja, que solía cruzar a las tres de la tarde y arrastraba consigo una vibra siniestra, como de jinete apocalíptico. Sobre esos rieles vi por vez primera un cadáver, el “señor de la basura”, despedazado bajo las ruedas de acero de la mole. Mi cartografía infantil se dibujaba a partir de la calle Río San Juan. Frente a mi ventana desembocaba en la carretera a Saltillo, las vías y el cerro. Al otro extremo, la inmensidad del Río Santa Catarina era el confín del mundo, mi paraje encantado donde cualquier embrujo era posible. Jos tuvo mucho que ver en esas historias, pero les juro que no pertenecen a los reinos de la imaginación las culebras de agua, los prófugos caballos chocando sus pezuñas entre piedras rivereñas y los zorros grises que habitaban furtivamente en la Quinta. Hace 423 años Diego de Montemayor (andaluz, nacido en Málaga como mi Abuela) trazó en los ojos de agua de Santa Lucía el punto embrionario de una nueva ciudad. Antes de él habían llegado los Carvajal y de la Cueva, judíos conversos portugueses que en secreto practicaban la ley de Moisés. La semilla fundacional de Monterrey tiene que ver con un dilema de intolerancia religiosa y un adulterio lavado con sangre. A los Carvajal los procesó y condenó la Inquisición. Montemayor en cambio hizo justicia por su propia mano y acuchilló a su adúltera esposa, la portuguesa Juana Porcayo, quien tenía amoríos con su yerno, el también portugués Alberto del Canto, fundador de Saltillo y esposo de Estefanía de Montemayor. En esa ciudad viví en siete casas diferentes durante dos periodos de mi vida que suman 20 años y medio, los mismos que hemos cumplido ininterrumpidos en Tijuana. Acaso los ojos de agua y el Santa Catarina forman la hidrografía de mi subconsciente en donde cada duermevela me da por fundar la ciudad de mi saudade, un Monterrey que ya no existe y que acaso no existió nunca.
Sunday, September 22, 2019
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