Desde hace algunos años me ha dado por perorar una patraña en torno al quehacer escritural: defiendo el trabajo apolíneo sobre el arrebato dionisiaco. En la escritura no existe inspiración sino disciplina, suelo repetir a la menor provocación. Una buena novela no depende de una iluminación alucinante, sino de un abnegado y terco paleo de peón. Una de mis frases hechas es que ser escritor es idéntico a ser albañil o carpintero, como si algún día hubiera hecho yo un trabajo de albañilería o carpintería como para poder opinar con tal suficiencia
Lo cierto es que me ha dado por defender los quehaceres abnegados. Basta con que alguien ponga sobre la mesa temas como consejos para jóvenes escritores o claves para poder redondear una narración para que mi perorata irrumpa como el tableteo de una ametralladora. En talleres, foros o mesas redondas me aferro a combatir a muerte la idea de que la creación literaria es el resultado de un estado especial de la conciencia o una suerte de elevación del espíritu. Para poder aspirar a llevar a buen puerto un proyecto narrativo es preciso tener voluntad, capacidad de sacrificio y una brújula bien afinada que nos permita saber a dónde queremos llegar. La clave está en ponerse metas concretas de tiempo y extensión y en ese sentido las convocatorias a premios son ideales. Hay un plazo fatal para inscribir los manuscritos y también mínimos y máximos de palabras, así como el tamaño de la letra y la separación de renglones. Sin lugar para la improvisación, la pluma no debe convertirse en bestia desbocada. El escritor debe ser un jinete estricto capaz de jalar la rienda y dar fuetazos si la escritura se vuelve un animal rejego. Si le cedes el control y dejas que el desparrame de palabras te arrastre como una ola al surfo entonces estás perdido. Sobriedad, control total, riendas en la mano y un acopio de voluntad para ponerse a trabajar en serio son los secretos de del oficio. Todo lo demás es bohemia y holgazanería, delirios de borracho enamoradizo o desahogos de anarquista facebookero.
Con tantísima convicción peroro mis mantras, que sin duda más de un joven me los ha creído, lo cual me da gusto. Después de todo creo que la receta es buena y que la mayoría de los jóvenes escritores les faltan largas horas de lectura y autocorrección. Mi gran mentira estriba en que a mí la receta ha dejado de funcionarme, pero eso no voy a aceptarlo públicamente. Con brutal honestidad creí (y acaso aún creo) en mi fórmula del trabajo duro y de colocar párrafos con el ánimo de quien coloca ladrillos embarrados de mezcla para construir un muro. La mala noticia es que mis trabajos de albañilería prosística están topando en vías muertas donde yacen un montón de muros inacabados, amorfas obras grises rebosantes de varilla pelada que nunca llegarán a nada.
De acuerdo con mis mantras de obrero escritural, concluir un cuento o novela depende única y exclusivamente de mí, pero en los días de este invierno hostil tan cargado de malos presagios la única conclusión es que al final del camino sí hay una suerte de embrujo en este negocio, una imprescindible chispa de locura sin la cual no es posible empezar algo que valga la pena. Creo en la disciplina y la fuerza de trabajo, pero si en este enero mordelón me fuera dado pedirle un deseo al genio de la lámpara, pediría ser habitado por el duende o el demonio que hace posibles estos arrebatos.
Friday, January 13, 2017
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