Ninguna cuesta de enero es amable, pero la de 2017 se está pasando de hostil. El primer mes del año suele enseñar los dientes, pero no recuerdo mordidas tan fuertes como las de estos días. La naturaleza de enero es la de un reloj despertador con un sonido taladrante, un cubetazo de agua helada en medio de un sueño mañanero, un motor ahogado que no arranca, una llama imposible de encender bajo la lluvia fría. A un periodo de fiesta, modorra y cariños, sobreviene uno de obligaciones atrasadas, cuentas por pagar y vaticinios generalmente poco halagadores. La costumbre hecha ley es que los pronósticos para el año que comienza nunca suelen ser un derroche de optimismo. Claro, inmersos en el ritual de las uvas y la champaña llueven los buenos deseos y los mantras prefabricados para anticipar abundancia y buena fortuna, aunque economistas y politólogos nos pinten un escenario casi siempre cuesta arriba. Cierto, ningún enero comienza con banderas desplegadas y campanas al vuelo, pero en el 2017 los heraldos se vistieron con su traje más oscuro. Hay más de un monstruo en el horizonte y frente a ellos sobran las dudas y carecemos de certezas. Por ahora todo el entorno arrastra la lentitud inherente a estos amaneceres, el mentiroso rostro de todo primer día. En la sala, el pino de Navidad es un condenado aguardando su hora en el corredor de la muerte. Hace unos días era el acogedor huésped. Hoy es monserga extemporánea, encarnación del fuera de lugar. Me queda el vago y débil propósito de reinventar un diario de prófugos garabatos y rayadero naufrago en un cuaderno Moleskine
Tuesday, January 03, 2017
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