Intuyó que en su vida era demasiado tarde cuando perdió el asco a limpiar secreciones. Solo entonces intuyó Venecia la inminente condena a envejecer y pudrirse en ese hotel malamuertero, que era, después de todo, lo más parecido a un hogar que había encontrado en dos décadas de exilio bajacaliforniano.
La gente va a los hoteles de paso a secretar, a derramarse y dejar en las sábanas la marca de sus fluidos.
Todo cuerpo humano es un recipiente: de mierda, de sangre, de sudor, de semen, de mocos, de saliva, de vómito. En algún lugar leyó Venecia una frase: “toda secreción humana es indigna” y las sábanas limpiadas por ella son el resumidero a donde va a parar una catarata.
Para Venecia las secreciones son solo desgaste y tedio, una monserga cuya cotidianeidad la ha inmunizado contra el hedor, pues hace años ha dejado de taparse la nariz.
Los primeros días, cuando era una recién llegada a su nuevo trabajo, pensó que la repugnancia sería más fuerte. Todos los derrames posibles cabían en media hora de sexo furtivo. No solo era el semen pringoso sobre la sábana y las huellas de sangre menstrual, sino los sellos marrones de culos cagados y los vómitos de licor barato desparramados sobre la almohada cuando el mazazo de la peda era más fuerte que el deseo.
Eran las bachas de carrujos agujerando la colcha, las jeringas oxidadas y más tarde, cuando llegó la fiebre cristalera, los focos quemados y la peste a acetona.
Al hotel Bermejillo se va a coger, a derramarse o a morir, o a hacer las tres cosas a la vez: primero drogarse, después coger y al final morir, o drogarse y coger, drogarse y morir o chaquetearse antes del adiós para siempre. Todas las posibilidades caben en esos cuartos que limpia Venecia (se podría decir que el orden de los factores es lo menos importante, pero la muerte, accidental o voluntaria, es logísticamente el último paso) aunque cada vez son más frecuentes los que solo vienen a morirse.
Friday, April 29, 2016
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