Eterno Retorno

Tuesday, April 17, 2012





Para no hablar de política, metrobuses atiborrados y delirios del autoexilio, dejemos mejor que sea Belén Arzaluz quien nos comparta uvas podridas de su racimo de horcas. Hoy Arazaluz nos platica sobre dos princesas adúlteras y suicidas.


No todos los suicidios románticos dejan por herencia bellos cadáveres, pero la narrativa decimonónica no era escrita por reporteros amarillistas. Una mínima dosis de sentido común, me hace pensar que el de Ana Karenina no fue en absoluto un bello cadáver. Nadie que haya estado bajo las ruedas metálicas de un tren puede aspirar a ser una bella durmiente impoluta en un ataúd de cristal. Ana Karenina siempre me ha parecido hermosa, el non plus ultra de la elegancia. Aunque Sophie Marceu me gusta y mucho, como lectora he imaginado un rostro específico para Ana que no se parece a ninguna de las actrices que la han representado. Mi Ana Karenina es bella y derrocha clase. Sería fácil imaginarle como una muñeca de cera en un altar de rosas, pero Tolstoi decidió que esa dama muriera aplastada por el tren. Aun así, el conde de Yasnaia Poliana no tenía vocación por la nota roja y se conformó con terminar el inolvidable monólogo interior de la suicida en el momento en que se arroja a las vías del tren, como quien salta a otra dimensión. Es el final. No se narra el impacto del cuerpo de la dama con la mole metálica, ni hay ruedas rebanando extremidades ni tripas esparcidas sobre los rieles. La imagen de Karenina muerta debe haber sido digna de la mejor foto del Alarma. ¿Había pasquines policiacos en la Rusia zarista? Un cuerpo aplastado por el tren, sea el de un rudo ferrocarrilero o el de una princesa petersburguesa, acaba necesariamente desmembrado, desfigurado, transformado en amasijo de sangre y jirones de piel desgarrada. Tolstoi decidió que fuera el lector quien construyera esa imagen. Claro, pudo haber narrado las labores de los empleados de la estación recogiendo los miembros mutilados de las vías y acaso habría inmortalizado la escena de un ferrocarrilero que recoge la cabeza aplastada de Karenina y la coloca sobre una manta donde yacen pedazos ensangrentados. Pero en el suicidio romántico no existen las tripas. La historia de la literatura inmortalizó el monólogo interior de Ana, con el que Tolstoi se adelantó medio siglo a Joyce y el sí quiero de Molly Bloom. El primer monólogo interior en la historia de la novela, es el monólogo de una suicida que está a punto de arrojarse contra un tren. “Y súbitamente se desvaneció la niebla que lo cubría todo y la vida se le presentó por un momento con todas sus radiantes alegrías pasadas. Pero Ana no bajaba la vista del segundo vagón que se acercaba”. Por su ausencia brilla el ruido de la máquina que se aproxima y la intuición de la devastadora fuerza del golpe fatal. Segundos antes de arrojarse bajo las ruedas del tren que la desmembrará, a Ana tan sólo la embargó una sensación semejante a la que experimentaba cuando se disponía a entrar en el agua para bañarse.
Cuando hablamos de Ana Karenina es imposible no ceder a la odiosa comparación con su espejo francés: Emma Bovary. Mujeres casadas, insatisfechas, sometidas a la tiranía de los convencionalismos sociales. Mujeres decimonónicas, mujeres adúlteras, mujeres suicidas. Cierto, el esposo de Ana es un alto funcionario de San Petersburgo y el de Emma es un modesto médico rural, pero la prisión matrimonial es igualmente lacerante y la moral victoriana se aplica con igual rigor. Cierto, Karenina no sufre angustias económicas, mientras que la modesta señora de Bovary, inmersa en la clase media rural de Normandía, debe sobrellevar el tedio matrimonial aparejado a la carencia y el límite. Flaubert fue bastante más explícito que Tolstoi a la hora de narrar la muerte de su heroína. Emma toma el arsénico y su final es lento, angustiante. Hay arcadas de dolor, miembros engarrotados, sufrimiento. Emma tiene tiempo de sufrir mientras reflexiona sobre su “culpa” y se arrepiente. ¿Eran Tolstoi y Flaubert, pese a todo, unos machistas mojigatos para quienes el único destino posible para una adúltera es un suicidio cruel? ¿El suicidio es el justo castigo? ¿Los demonios de la culpa son verdugos justicieros? ¿O es la hipócrita sociedad la que condena a dos mujeres por ceder a sus impulsos? Por lo que a la dama normanda respecta, Vargas Llosa ya ha hecho la tarea en La orgía perpetua y no seré yo quien decida si Tolstoi absuelve o condena moralmente a Ana Karenina.