Eterno Retorno

Monday, August 16, 2004

Ille Camaratu

Fue Macario Ruvalcaba, el velador del edificio de la Sociedad de Historia de Tijuana, ubicada en la Calle Ermita, quien me puso en antecedentes sobre la existencia de Ille Camaratu.
Era un viejito necio que llegaba cada tarde a insistir ser recibido por el cronista de la Ciudad. Don Lorenzo Carvajal lo había tomado por un loco las dos únicas veces que había hablado con él. Un viejo europeo con complejos de príncipe en el destierro.
Al no tener con quién hablar, el velador se convertía en su confidente. Ille Camaratu le contó historias increíbles, me dijo Macario, pero a leguas se ve que salieron de su loca cabeza. Era un loco el rumano aquel.
Macario logró averiguarme la dirección de Ille Camaratu. El rumano vivía en la Calle Baja California, en plena Zona Norte. Hasta allá fui una noche con Amber Aravena. La suya era una vieja casa móvil de madera, típica de la clase obrera de California en los años treinta. Nos abrió la puerta una mujer madura de aspecto oriental. Nos informó que Ille estaba en cama muy enfermo y no quería forzarlo a hablar. Sin que le pidiéramos nada, la mujer china nos entregó un altero de papeles escritos a máquina.

Lean primero estos cuentos y después vengan a platicar con mi marido para que él les diga si es verdad o mentira. Cuando tiene fiebre como ahora, sólo alucina monstruos.
Amber y yo nos marchamos y en una vieja lonchería de la Coahuila, con servicio las 24 horas, empezamos a leer los textos de Ille Camaratu.


Una noche en Dimmornaz

Por Ille Camaratu

El color púrpura era la contraseña, pero se mostraba en forma tan discreta, que a menudo los clientes neófitos sufrían demasiado para poder identificarla. La consigna era poner atención a cualquier señuelo purpúreo mostrado en los alrededores de los recintos portuarios. Podía ser un paliacate amarrado en la cabeza de un marinero, una mascada en el cuello de una mujer o en ocasiones un objeto, como un libro o una veladora llevado en la mano por el guía. Eso fue en los primeros tiempos, hacia el otoño de 1945, cuando sólo unas cuantas personas conocían la existencia de Dimmornazz. Años después, unas pequeñas lámparas que emitían una luz púrpura se transformaron en la contraseña más o menos institucionalizada, si bien nunca existía la plena seguridad de que fueran a ser utilizadas y el cliente tenía que estar consciente de que podía encontrarse con sorpresas a la hora de buscar el señuelo.
Muchas de las cosas que narró, son las que yo mismo viví en el indeterminado tiempo que pasé en Dimmornaz y puedo garantizar que todas son verdaderas. Aunque la atmósfera onírica y los brebajes alucinantes podrían fácilmente inducir a la confusión, tengo la plena seguridad de haberlo vivido. Las marcas aún visibles en mi cuerpo al momento de escribir estas líneas son la prueba de que no pude haberlo soñado. Otras cosas, las supe después, algunas por testimonio directo y otras más por simple rumor, por lo que no puedo certificar su veracidad.

Yo viajé a Dimmornazz el 4 de diciembre de 1952 y lo hice siguiendo una lámpara de luz púrpura que portaba un hombre viejo, cuya apariencia era la de uno de los tantos pordioseros que mendigaban sobras en el Puerto. Fue él quien me llevó hasta la entrada del yate, anclado disimuladamente entre viejos barcos pesqueros.
En los embarcaderos de Point Loma en San Diego y Long Beach en Los Ángeles los yates zarpaban al atardecer, una vez que el Sol se había ocultado. En San Francisco solían partir poco antes del amanecer. Generalmente había dos o tres barcos cada semana, pero no existían fechas fijas. Como todo lo referente a Dimmornazz, esto sólo se sabía corriendo la voz.
Al principio, la única forma de publicidad era el cuchicheo al oído en medio de una noche de cantina o burdel.

Los primeros clientes que acudieron a Dimmornazz se enteraron de la existencia del lugar por boca de las putas de Los Ángeles o San Francisco, quienes les indicaron la forma en que debían identificar el color púrpura en los puertos. Pero eso debió ser al principio, cuando sólo unas cuantas personas sabían de su existencia. Años después, la leyenda de Dimmornazz se narraba en todas las zonas rojas del mundo. Yo mismo tuve conocimiento de Dimmornazz por una felatriz zíngara a la que acostumbraba visitar cada cierto tiempo en un burdel de Budapest. Fue ella la que me indicó la forma en que debía identificar los señuelos, si bien confieso que en aquel entonces aún no albergaba ni siquiera el sueño de poder viajar a América.

Las embarcaciones siempre eran diferentes y nunca estaban estacionadas en un mismo lugar, aunque invariablemente eran lujosas. Al llegar a bordo, los clientes debían pagar el elevado costo del viaje, mismo que no incluía la tarifa de entrada a Dimmornaz. Aquella ocasión yo pagué 400 dólares en efectivo.
La cuota pagada por el yate sí incluía el ilimitado consumo de vinos durante el trayecto. Aunque no formaba parte de los servicios ofrecidos, con el tiempo el juego con apuestas elevadas se hizo una costumbre entre los clientes. Los conductores del yate se abstenían de intervenir en lo referente a los pasatiempos de azar, toda vez que eran pactados en forma espontánea por los clientes, si bien el monto de lo apostado solía ser elevadísimo. Los rostros de los marineros y meseros que laboraban en el yate, iban cubiertos por antifaces y jamás proporcionaban datos sobre su identidad. Por lo que a mí respecta, durante el viaje preferí permanecer en la proa observando las enormes embarcaciones militares, ancladas en la Bahía de San Diego y no crucé palabra con nadie.

Entre juegos de naipes y copas de vino transcurría el viaje hasta llegar a las aguas del Pacífico mexicano desde donde se avistaban las Islas de Nueva Daxdalia. Yo recuerdo haber visto primero sólo el faro de luz púrpura a lo lejos, aunque después pude divisar la gigantesca sombra negra de las Islas, como monstruos marinos emergiendo en la mitad de la noche. El desembarco se efectuaba en la Playa Norte de la Isla Mayor o Nuevo Drudolph, en donde había un pequeño muelle al que seguía una escarpada cuesta marcada por escalones de roca afilada. El sendero ascendente estaba a su vez rodeado a ambos lados por antorchas. En los alrededores las cabras saltaban entre los peñascos, aunque el temor natural al fuego de las antorchas evitaba que se cruzaran por el sendero. Una vez que se arribaba a la parte más alta de la colina, se podía divisar una construcción hexagonal de ladrillos rojos con una puerta negra en el centro. Dos guardias cubiertos por antifaces y armados con cimitarras moriscas custodiaban la entrada. La puerta sólo se abría una vez que el capitán del yate entregaba una contraseña a los custodios. Dentro de la construcción, había un pequeño recibidor de paredes negras iluminado con una débil luz eléctrica.

La repartición de máscaras se efectuaba ahí una vez que los clientes hubieran pagado su cuota general de admisión. Una mujer de antifaz blanco con el pelo pintado de rojo escarlata, recibía a los visitantes tras un tocador en donde les proporcionaba la túnica y la máscara destinadas específicamente para la velada. Los clientes jamás tuvieron la opción de elegir su atuendo ni de negarse a llevar el que les proporcionaban. En aquella ocasión, a mi me proporcionaron una máscara de color amarrillo que representaba el rostro de un jabalí. La túnica que me asignaron era de color gris. Posteriormente, la mujer de pelo escarlata señaló el camino hacia unos vestidores individuales para que nos despojáramos de nuestra ropa y nos pusiéramos las prendas destinadas. Los clientes estaban obligados a dejar su ropa y objetos personales en el tocador. Hecho esto, descendimos por unas escaleras hasta el Gran Sótano. Estaba prohibido bajar las esclareas sin máscara y túnica. Antes de iniciar el descenso, la mujer del pelo escarlata advirtió sobre las terribles consecuencias que podría acarrear el descubrirnos el rostro. Al llegar abajo, debimos traspasar una puerta negra vigilada igualmente por dos guardias armados de cimitarras.

El Dimornazz o Gran Sótano, era un enorme hexágono de paredes de roca adornado por una enorme alfombra roja que cubría toda la superficie. No había otra iluminación aparte de las antorchas que colgaban de las paredes y sobre la alfombra no estaba colocado mueble alguno, pero del techo, también de roca, colgaban 30 jaulas de hierro sujetas por garfios. Dentro de cada una de las jaulas, que colgaban a cuatro metros del suelo, se podían distinguir las siluetas de cuerpos desnudos. Mujeres y hombres de todas las edades se aferraban a los barrotes y gritaban al ver llegar a los visitantes. En algunas jaulas había hasta diez cuerpos. En otras había solamente uno. Todos sin excepción estaban desnudos y todos estaban enmascarados, si bien las máscaras eran en extremo variadas. Algunos llevaban simples antifaces, otros portaban máscaras venecianas y unos más caretas de plástico con imágenes de cerdos, perros o búhos. Los visitantes fuimos conducidos por los centinelas al centro del hexágono, en donde nos aguardaban cuatro mujeres vestidas con túnicas de color plateado, con delgados antifaces rojos. Ellas eran las encargadas de comunicar a qué jaula dictaba la voluntad de Baronesa Asia que debía ir cada cliente. Posteriormente, los guardianes se encargaban de colocar a los clientes sobre plataformas de lámina que fungían como elevadores tirados por cadenas que los subían hasta la puerta de las jaulas.

Una vez adentro, la suerte del cliente podía ser harto distinta dependiendo de la jaula que le hubiera sido asignada. En algunos casos, el cliente se encontraba con mujeres y hombres desnudos que se arrojaban a sus píes declarando su absoluta sumisión para que dispusiera de sus cuerpos como mejor le pareciera. Pero en otras jaulas, apenas entraban los clientes, eran encadenados a los barrotes y los hombres y mujeres que ahí se encontraban disponían de ellos. El látigo, las incisiones en la piel con armas punzo cortantes y la violación anal eran el destino de los clientes esclavizados.

A mí me fue asignada una jaula en donde había un gladiador con una máscara de venado y tres mujeres desnudas que portaban máscaras negras que simulaban la cabeza de un cuervo.
Apenas ingresé a la jaula, fui encadenado a los barrotes por las tres mujeres, cuya fuerza era descomunal y acto seguido, fui sodomizado brutalmente por el gladiador, mientras una de las mujeres de máscara de cuervo desgarraba mi espalda con un látigo.
Baronesa Asia observaba a los visitantes desde una ventana superior de cristales oscuros colocada al final del hexágono.
Dado que en Dimmornazz no había ventanas y la única luz era la de las antorchas, era imposible saber si en el exterior era de día o de noche. El tiempo que pasaban los clientes dentro de la jaula no estaba predeterminado. Yo mismo no puedo precisar cuánto tiempo pasé dentro de la jaula.

Aunque los goces y suplicios que se vivían dentro de las jaulas podían ser de lo más variados, la flagelación y la sodomía eran por decreto infaltables.
Cuando los visitantes llevábamos varias horas en las jaulas, los guardianes se encargaban de proporcionarnos dentro de un cuento de metal, un extraño bálsamo de color ámbar.
El bálsamo estaba caliente y tenía un sabor agridulce. El gladiador por fin me desencadenó y las mujeres cuervo cesaron su ritual de flagelación. Yo bebía lentamente del bálsamo, pero el guardián me indicó con señas que lo terminara de un solo trago. Apenas estuvo vacío el cuenco, empecé a experimentar un extraño bienestar. No sólo el dolor de los latigazos y la violación desapareció de inmediato, sino que empecé a sentir una energía desmedida y un deseo descomunal.

Las mujeres cuervo y el gladiador se echaron a mis píes. Era mi turno de encadenarlas. Al momento en que escribo esto, tengo la absoluta seguridad de que nunca en mi vida he sido presa de tal arrebato de lujuria como el que me poseyó al beber el bálsamo ámbar. Sentía un deseo irrefrenable de penetrar, golpear y desgarrar. Cada grito de las mujeres cuervo cuando mis latigazos desgarraban sus nalgas y espaldas, era una inyección de adrenalina. Cada arremetida dentro de sus culos una bocanada de nirvana. Fue un instante de extrema energía y lucidez. Los gritos y gemidos de las mujeres puedo aún escucharlos, como si hubiera quedado una cinta grabada dentro de mi cabeza. También el rostro del gladiador averiado por mi látigo. Me encontraba en la cima del arrebato y el deseo, cuando los gritos y alaridos de las otras jaulas cesaron y un imponente silencio inundó Dimmornaz. Yo mismo quedé en un instante paralizado y mis ganas de golpear y penetrar se transformaron de pronto en una calma fascinación al contemplar abajo, en la alfombra roja, un cuerpo desnudo pintado totalmente de púrpura que portaba una máscara del mismo color que evocaba la cabeza de una cabra. El cuerpo púrpura con cabeza de cabra se contorsionaba sobre la alfombra recorriendo todo el perímetro del hexágono en medio del silencio sepulcral, observado por todos desde las jaulas. Poco después supe que era Baronesa Asia quien danzaba y tuve conocimiento del enorme privilegio que significaba el poder contemplar su cuerpo, que muy rara vez se mostraba a los visitantes. Pero esto, como ya he dicho, no lo supe esa misma noche.

A partir de ese momento los recuerdos se empiezan a nublar. Tengo presente que uno de los guardianes subió hasta la jaula portando una espada bicéfala con la que me hizo una incisión en el cuello, justo abajo de la nuca. De inmediato sentí la sangre manar, descendiendo por mi espalda y fui presa de un desvanecimiento. El guardia me dio a beber de un cuenco un bálsamo, ahora de color verde, que me generé de inmediato una sensación de inmaterialidad. Todo lo que me queda son imágenes nebulosas. No puedo recordar cómo descendí de la jaula. Tampoco tengo presente el momento en que entregué la túnica y la máscara para recuperar mi ropa. Creo recordar el instante en que descendíamos por la cuesta de las cabras guiados por la luz de las antorchas. Después todo fue un sueño profundo.

Desperté en el camarote de un yate, anclado frente al muelle de de New Port en Oregon. Llevaba conmigo mi reloj, mi cartera y mis anillos. Mi saco estaba colocado sobre un perchero dentro del mismo camarote. Nada me faltaba. La fecha en mi reloj marcaba 11 de diciembre. Habían pasado siete días desde la noche en que abordé el yate en el puerto de Long Beach con rumbo a las Islas de Nueva Daxdalia. Aunque me dominaba una sensación general de modorra y placidez, mi espalda aún ardía por las marcas de los latigazos. En el barco reinaba el silencio, recorrí los pasillos, toqué las puertas de los otros camarotes, pero nadie respondía. Afuera el Sol brillaba con intensidad. Descendí del barco, caminé torpemente por el muelle y al buscar dentro de la bolsa de mi saco los lentes oscuros que me cubrieran de la luz, encontré un sobre de color púrpura. Adentro venía una hoja del mismo color en donde se leía en tinta negra:

Usted no ha visto ni escuchado nada. Puede usted regresar cuando quiera, pero no deberá hablar de su experiencia con nadie o de otra forma, deberá atenerse a las consecuencias.

Usted sabrá imaginarlas. Sólo recuerde que el tatuaje es para siempre.

¿Tatuaje?

Me quedé parado sobre el muelle con el sobre en la mano, sin saber a donde ir, mientras miraba mis brazos en busca de la marca. Sólo entonces, una punzada de dolor en el cuello me hizo recordar la espada bicéfala danzando sobre mi piel. Por la noche, en la habitación de un hotel de mala muerte en la zona del puerto pude ver en el espejo el hexagrama abajo de mi nuca.