Campaña Política en las Coronado
Nos contó un jefe de Redacción que teníamos, y digo teníamos porque el pobre se nos murió una noche de tan borracho, que no hace mucho hubo un candidato a la alcaldía de Tijuana al que alguien, quién sabe quién, le habló de las maravillas que había ocultas en esas islas. El Candidato, y me refiero a él con mayúsculas porque hace muy pocos años todavía no se preguntaba cuál candidato y cuál partido pues eso se daba por hecho, se debió enterar por ahí, en una de tantas charlas de café o cantina en medio de la campaña, que había frente a Tijuana unas islas muy interesantes que podrían significarle hartos votos.
Doy por hecho que se enteró así, de oídas y no leyendo a Galaor Zuazua, pues los candidatos, es bien sabido, casi nunca leen nada. Ellos alegan que no tienen tiempo, pero yo, que tan bien conozco a políticos de uno y otro partido, se muy bien que la gran mayoría adolecen esa insoportable pereza ante los libros que padecen tantos millones de mexicanos. Los políticos sí que representan bien el indigno promedio de medio libro al año que nos cargamos en este país y sin duda el medio libro les cuenta en la estadística nada más por el tiempo que destinan a leer los discursos de campaña que les escriben sus asesores y las apuradas papeletas con respuestas de último minuto que les pasan por debajo de la mesa cuando se quedan trabados en medio de un debate o una entrevista en televisión.
Pero bueno, no estamos aquí para hablar de los hábitos de lectura de los políticos, que ya sabemos son inexistentes. Lo que les quiero platicar tiene que ver con la única visita que hasta la fecha se tiene conocimiento haya realizado un candidato de elección popular a las Islas Coronado o Nueva Daxdalia, como las llama el profesor Zuazua.
Pues resulta que nuestro Candidato se enteró por ahí de la existencia de las Islas. Posiblemente haya pasado por la carretera a Rosarito muchas veces en su vida, pero deduzco que jamás las volteó a ver y no, no me voy a poner a disertar si los políticos tienen el hábito de ponerse a contemplar el mar. Yo doy por hecho que no, pues nuestro Candidato en cuestión (y digo nuestro por ser el tema central de nuestra conversación, no porque alguno de nosotros le haya ido a favorecer con el voto a las urnas), no tenía ni la más mínima idea de que frente a Tijuana existen unas islas. Bueno, ya sabemos que antes los candidatos y todos los políticos que quisieran aspirar a algo, pasaban mucho más tiempo en la capital del País que en Tijuana, pues es de todos conocido que era allá y no aquí donde se tomaban las decisiones sobre el futuro de nuestra ciudad. Vaya, es posible que nuestro Candidato conociera bien el color de la nieve del Popocatepetl por las poquísimas veces en que el smog de la capital le concedió la gracia de verlo, pero no tenía ni la más mínima idea de la existencia de unas islas frente a la ciudad que aspiraba a gobernar. Pero bueno, no estamos aquí para discutir sobre las costumbres centralistas de nuestra política que obedecen a una tradición casi milenaria en nuestra historia. Lo que les quiero platicar (y por favor dénme un sopapo si me vuelvo a desviar del tema) es que nuestro Candidato, apenas escuchó hablar de las Islas, pensó que era urgente ir a encabezar un mitin por esos rumbos.
Nos contaba nuestro jefe de Redacción, que tenía aquel Candidato un coordinador de campaña meticuloso y obsesivo llamado Rigoberto Montero, quien era el encargado de la organización y logística de todos los actos masivos. Como era de esperarse, nuestro Candidato ordenó a Rigoberto que organizara todo para llevar a cabo un mitin a lo grande en aquellas extrañas islas, donde sin duda podrían obtener varios cientos de votos pues seguro estaba de que su candidato rival (y ese se escribe con minúsculas y jamás por su nombre por ser de la oposición) nunca se le ocurriría ir en campaña para allá.
Según los reportes confidenciales que había obtenido, le dijo nuestro Candidato a su coordinador de campaña, había en esas Islas cientos de vecinos enfrentando extremas carencias de servicios de luz, pavimentación, teléfono y agua potable. Terreno ideal, pensó nuestro Candidato, para un derrame de promesas y palabras fáciles, por lo que encargó ir organizando cuanto antes comités vecinales de apoyo y brigadas de promoción del voto entre los isleños.
No es menester explicar que Don Rigoberto nada sabía tampoco de lo que había en aquellas Islas misteriosas, pero hombre precavido al fin, sospechó que las cifras optimistas de su Candidato podían no ser tan bellas en la realidad. Trepador por naturaleza, amigo de la intriga y la tenebra, Rigoberto Montero se había acostumbrado a medir con extrema cautela cada paso de la campaña. Pocas semanas antes, un grupo de vecinos de los barrios de la Zona Este de la ciudad, le aseguraron a Rigoberto que organizarían un tumultoso mitin con cohetes, música de banda y bailables para recibir al Candidato en aquel lugar. Sin preocuparse por mandar una avanzada a verificar si en verdad había masas aguardando la llegada, Rigoberto se llevó a su candidato a aquel barrio seguro de que una multitud eufórica los recibiría. Grande fue su decepción cuando descubrió que en la cancha del barrio había apenas 17 personas tomando cerveza, quienes al ver llegar al Candidato aprovecharon para pedirle aportara algunos recursos con el fin de comprar carne para asar. En aquella ocasión Rigoberto estuvo a punto de ser despedido por el Candidato, quien había sido muy claro cuando enfatizó, desde el principio de la campaña, que bajo ningún motivo se presentaría en acto masivo alguno donde no hubiera por lo menos 3 mil personas. A la prensa la impresionan las multitudes, no el contenido de los discursos, repetía una y otra vez el Candidato. Temeroso de que un fracaso en las Islas pudiera convertirse en la tumba de sus aspiraciones políticas, Rigoberto Montero puso manos a la obra y emprendió una tarea que le era harto conocida: el acarreo.
Llamó a las siempre activas lideresas de las brigadas populares del partido y previa entrega de sus respectivos cheques, les encargó que le tuvieran bien organizadas a las masas para un mitin que se llevaría a cabo el domingo. Lo más complicado para Rigoberto, fue organizar la transportación de las más de 10 mil personas que lograron reunir las lideresas. El coordinador de campaña estaba acostumbrado a contar en el momento en que lo deseara con un regimiento de calafias, taxis y camiones listos para transportar las plebes a los mítines. Pero no tenía suficientes contactos entre los gremios de lancheros y pescadores. Durante más de tres días recorrió Rigoberto las playas de Popotla y Puerto Nuevo con afán de reclutar lancheros dispuestos a transportar a las brigadas populares hasta las Islas. Por supuesto que fue menester meter mano a la alcancía de la campaña, (que según los periodistas más grillos era financiada con dineros del erario público) para entregar pagos por adelantado a los lancheros . También fue necesario hacer labor de convencimiento entre ellos con promesas seductoras de apoyos económicos para comprar modernas embarcaciones y crear una partida especial del Ayuntamiento para financiar a los lancheros, por contribuir al desarrollo sociocultural de la región (sin reparar siquiera en que todos los lancheros eran habitantes de Rosarito y no de Tijuana, municipio que el Candidato aspiraba a gobernar) Así las cosas, aquel domingo por la mañana se encargó Rigoberto Montero de llevar a más de 10 mil personas a bordo de calafias y camiones hasta las playas de Popotla, en donde 150 lanchas y pequeñas embarcaciones los esperaban para ser llevados a las Islas.
Cuando se aseguró que cada uno de los 10 mil acarreados estuviera a bordo de una embarcación con su respectiva torta de jamón y su refresco, Rigoberto regresó hasta la casa de campaña donde ya lo aguardaba el Candidato, que siguiendo las instrucciones de sus asesores de imagen, vestía guayabera y sombrero. Cuando Rigoberto garantizó a su jefe que según sus últimos informes, los miles de habitantes de las Islas estaban entusiasmados con la noticia de su visita y ya lo aguardaban impacientes, emprendieron el camino hasta Point Loma en San Diego donde abordaron un lujoso yate que había sido pintado con los colores del partido para la ocasión. En la embarcación iba el Candidato, la futura Primera Dama, los dirigentes del partido y por supuesto los reporteros de todos los medios de la región a los que Rigoberto se había cuidado de entregar previamente su respectivo sobre con un jugoso chayote para garantizar que la fotografía del Candidato hablando ante multitudes de isleños, aparecería bien destacada en la primera plana de todos los periódicos. Luego de hora y media de navegación y muchas cervezas destapadas, el yate del Candidato hizo su arribo a las Islas, en donde los más de 10 mil acarreados transportados por las lanchas aguardaban acalorados su llegada.
Siguiendo las instrucciones de las gordas lideresas, las masas rompieron en gritos, aplausos y chillidos apenas vieron asomarse al candidato por la proa del barco. El tronar de los cohetes de bienvenida asustó tanto a las bandadas de gaviotas y pelícanos y a los clanes de lobos marinos que retozaban sobre las piedras, que la sinfonía en caos mayor de estos animales opacó por un momento la de por sí ensordecedora gritería de la multitud. Tan fuerte era el ruido de las focas, que El Candidato debió esperar 20 largos minutos antes de iniciar su discurso.
Una vez que se logró más o menos silenciar a los lobos marinos, lo cual fue posible sólo cuando los lancheros tuvieron la idea de arrojar al agua los peces que tenían pensado asar, Rigoberto Montero tomó el micrófono y desde la proa del barco arengó a la multitud exigiendo el mejor de los aplausos para el Señor Candidato que venía a traer el progreso, el desarrollo, la democracia, la seguridad y la cultura a las Islas Coronado. Luego de dos minutos de aplausos y un fallido intento de tirar cohetes que Rigoberto alcanzó a impedir temeroso de que los lobos marinos se volvieran a alterar, el Candidato inició su discurso.
Aunque los colegas de la prensa chayoteada reprodujeron textualmente el discurso de 19 minutos de duración, siete veces interrumpido por aplausos previamente acordados y pagados por Rigoberto a las rechonchas lideresas, pocas cosas se pueden rescatar del mismo, pues básicamente el Candidato se dedicó a repetir lo mismo que había dicho en todos los mítines anteriores ante los mismos diez mil acarreados que lo habían seguido durante toda la campaña, si bien él no se había dado ni por enterado.
Habló, por supuesto, de llevar la seguridad a las Islas Coronado, de instalar una central de Policía y una más de bomberos. También se comprometió a establecer una moderna red de rutas troncales con autobuses nuevos para cada isla, subsidiar un servicio eficiente de recolección de basura, crear una guardería para los pequeños de las madres isleñas y una casa de la cultura en la que se mostrara lo mejor del talento de los artistas de las Coronado, que según sabía, eran de talla internacional.
El Candidato jamás reparó en el hecho de que los niños que llevaban en brazos las lideresas y que le dieron a cargar cuando las lentes de los fotógrafos estaban listas, eran los mismos que había cargado y besado en eventos anteriores. Y es que cada tercer día, por acuerdo específico de Rigoberto con los directores de los diarios aliados, se publicaba una foto del Candidato cargando un niño ante las multitudes.
La cuestión es que nadie, ni la prensa ni los políticos, pudieron precisar si había o no entre el público algún auténtico habitante de las Islas Coronado.
El mitin fue un éxito, la comilona de antología y la borrachera memorable. Al atardecer flotaban por las aguas del Pacífico cientos de latas de cerveza, bolsas de plástico y hojas de tamales. Al volver a tierra firme, el Candidato sonreía seguro de haber sumado por lo menos 10 mil votos en esas olvidadas islas. Así lo certificaron los diarios del día siguiente, que publicaron a ocho columnas: Miles de isleños lo aclaman. Llevará el progreso a las Coronado. Isleños cierran filas en torno al Candidato.
Nos contó un jefe de Redacción que teníamos, y digo teníamos porque el pobre se nos murió una noche de tan borracho, que no hace mucho hubo un candidato a la alcaldía de Tijuana al que alguien, quién sabe quién, le habló de las maravillas que había ocultas en esas islas. El Candidato, y me refiero a él con mayúsculas porque hace muy pocos años todavía no se preguntaba cuál candidato y cuál partido pues eso se daba por hecho, se debió enterar por ahí, en una de tantas charlas de café o cantina en medio de la campaña, que había frente a Tijuana unas islas muy interesantes que podrían significarle hartos votos.
Doy por hecho que se enteró así, de oídas y no leyendo a Galaor Zuazua, pues los candidatos, es bien sabido, casi nunca leen nada. Ellos alegan que no tienen tiempo, pero yo, que tan bien conozco a políticos de uno y otro partido, se muy bien que la gran mayoría adolecen esa insoportable pereza ante los libros que padecen tantos millones de mexicanos. Los políticos sí que representan bien el indigno promedio de medio libro al año que nos cargamos en este país y sin duda el medio libro les cuenta en la estadística nada más por el tiempo que destinan a leer los discursos de campaña que les escriben sus asesores y las apuradas papeletas con respuestas de último minuto que les pasan por debajo de la mesa cuando se quedan trabados en medio de un debate o una entrevista en televisión.
Pero bueno, no estamos aquí para hablar de los hábitos de lectura de los políticos, que ya sabemos son inexistentes. Lo que les quiero platicar tiene que ver con la única visita que hasta la fecha se tiene conocimiento haya realizado un candidato de elección popular a las Islas Coronado o Nueva Daxdalia, como las llama el profesor Zuazua.
Pues resulta que nuestro Candidato se enteró por ahí de la existencia de las Islas. Posiblemente haya pasado por la carretera a Rosarito muchas veces en su vida, pero deduzco que jamás las volteó a ver y no, no me voy a poner a disertar si los políticos tienen el hábito de ponerse a contemplar el mar. Yo doy por hecho que no, pues nuestro Candidato en cuestión (y digo nuestro por ser el tema central de nuestra conversación, no porque alguno de nosotros le haya ido a favorecer con el voto a las urnas), no tenía ni la más mínima idea de que frente a Tijuana existen unas islas. Bueno, ya sabemos que antes los candidatos y todos los políticos que quisieran aspirar a algo, pasaban mucho más tiempo en la capital del País que en Tijuana, pues es de todos conocido que era allá y no aquí donde se tomaban las decisiones sobre el futuro de nuestra ciudad. Vaya, es posible que nuestro Candidato conociera bien el color de la nieve del Popocatepetl por las poquísimas veces en que el smog de la capital le concedió la gracia de verlo, pero no tenía ni la más mínima idea de la existencia de unas islas frente a la ciudad que aspiraba a gobernar. Pero bueno, no estamos aquí para discutir sobre las costumbres centralistas de nuestra política que obedecen a una tradición casi milenaria en nuestra historia. Lo que les quiero platicar (y por favor dénme un sopapo si me vuelvo a desviar del tema) es que nuestro Candidato, apenas escuchó hablar de las Islas, pensó que era urgente ir a encabezar un mitin por esos rumbos.
Nos contaba nuestro jefe de Redacción, que tenía aquel Candidato un coordinador de campaña meticuloso y obsesivo llamado Rigoberto Montero, quien era el encargado de la organización y logística de todos los actos masivos. Como era de esperarse, nuestro Candidato ordenó a Rigoberto que organizara todo para llevar a cabo un mitin a lo grande en aquellas extrañas islas, donde sin duda podrían obtener varios cientos de votos pues seguro estaba de que su candidato rival (y ese se escribe con minúsculas y jamás por su nombre por ser de la oposición) nunca se le ocurriría ir en campaña para allá.
Según los reportes confidenciales que había obtenido, le dijo nuestro Candidato a su coordinador de campaña, había en esas Islas cientos de vecinos enfrentando extremas carencias de servicios de luz, pavimentación, teléfono y agua potable. Terreno ideal, pensó nuestro Candidato, para un derrame de promesas y palabras fáciles, por lo que encargó ir organizando cuanto antes comités vecinales de apoyo y brigadas de promoción del voto entre los isleños.
No es menester explicar que Don Rigoberto nada sabía tampoco de lo que había en aquellas Islas misteriosas, pero hombre precavido al fin, sospechó que las cifras optimistas de su Candidato podían no ser tan bellas en la realidad. Trepador por naturaleza, amigo de la intriga y la tenebra, Rigoberto Montero se había acostumbrado a medir con extrema cautela cada paso de la campaña. Pocas semanas antes, un grupo de vecinos de los barrios de la Zona Este de la ciudad, le aseguraron a Rigoberto que organizarían un tumultoso mitin con cohetes, música de banda y bailables para recibir al Candidato en aquel lugar. Sin preocuparse por mandar una avanzada a verificar si en verdad había masas aguardando la llegada, Rigoberto se llevó a su candidato a aquel barrio seguro de que una multitud eufórica los recibiría. Grande fue su decepción cuando descubrió que en la cancha del barrio había apenas 17 personas tomando cerveza, quienes al ver llegar al Candidato aprovecharon para pedirle aportara algunos recursos con el fin de comprar carne para asar. En aquella ocasión Rigoberto estuvo a punto de ser despedido por el Candidato, quien había sido muy claro cuando enfatizó, desde el principio de la campaña, que bajo ningún motivo se presentaría en acto masivo alguno donde no hubiera por lo menos 3 mil personas. A la prensa la impresionan las multitudes, no el contenido de los discursos, repetía una y otra vez el Candidato. Temeroso de que un fracaso en las Islas pudiera convertirse en la tumba de sus aspiraciones políticas, Rigoberto Montero puso manos a la obra y emprendió una tarea que le era harto conocida: el acarreo.
Llamó a las siempre activas lideresas de las brigadas populares del partido y previa entrega de sus respectivos cheques, les encargó que le tuvieran bien organizadas a las masas para un mitin que se llevaría a cabo el domingo. Lo más complicado para Rigoberto, fue organizar la transportación de las más de 10 mil personas que lograron reunir las lideresas. El coordinador de campaña estaba acostumbrado a contar en el momento en que lo deseara con un regimiento de calafias, taxis y camiones listos para transportar las plebes a los mítines. Pero no tenía suficientes contactos entre los gremios de lancheros y pescadores. Durante más de tres días recorrió Rigoberto las playas de Popotla y Puerto Nuevo con afán de reclutar lancheros dispuestos a transportar a las brigadas populares hasta las Islas. Por supuesto que fue menester meter mano a la alcancía de la campaña, (que según los periodistas más grillos era financiada con dineros del erario público) para entregar pagos por adelantado a los lancheros . También fue necesario hacer labor de convencimiento entre ellos con promesas seductoras de apoyos económicos para comprar modernas embarcaciones y crear una partida especial del Ayuntamiento para financiar a los lancheros, por contribuir al desarrollo sociocultural de la región (sin reparar siquiera en que todos los lancheros eran habitantes de Rosarito y no de Tijuana, municipio que el Candidato aspiraba a gobernar) Así las cosas, aquel domingo por la mañana se encargó Rigoberto Montero de llevar a más de 10 mil personas a bordo de calafias y camiones hasta las playas de Popotla, en donde 150 lanchas y pequeñas embarcaciones los esperaban para ser llevados a las Islas.
Cuando se aseguró que cada uno de los 10 mil acarreados estuviera a bordo de una embarcación con su respectiva torta de jamón y su refresco, Rigoberto regresó hasta la casa de campaña donde ya lo aguardaba el Candidato, que siguiendo las instrucciones de sus asesores de imagen, vestía guayabera y sombrero. Cuando Rigoberto garantizó a su jefe que según sus últimos informes, los miles de habitantes de las Islas estaban entusiasmados con la noticia de su visita y ya lo aguardaban impacientes, emprendieron el camino hasta Point Loma en San Diego donde abordaron un lujoso yate que había sido pintado con los colores del partido para la ocasión. En la embarcación iba el Candidato, la futura Primera Dama, los dirigentes del partido y por supuesto los reporteros de todos los medios de la región a los que Rigoberto se había cuidado de entregar previamente su respectivo sobre con un jugoso chayote para garantizar que la fotografía del Candidato hablando ante multitudes de isleños, aparecería bien destacada en la primera plana de todos los periódicos. Luego de hora y media de navegación y muchas cervezas destapadas, el yate del Candidato hizo su arribo a las Islas, en donde los más de 10 mil acarreados transportados por las lanchas aguardaban acalorados su llegada.
Siguiendo las instrucciones de las gordas lideresas, las masas rompieron en gritos, aplausos y chillidos apenas vieron asomarse al candidato por la proa del barco. El tronar de los cohetes de bienvenida asustó tanto a las bandadas de gaviotas y pelícanos y a los clanes de lobos marinos que retozaban sobre las piedras, que la sinfonía en caos mayor de estos animales opacó por un momento la de por sí ensordecedora gritería de la multitud. Tan fuerte era el ruido de las focas, que El Candidato debió esperar 20 largos minutos antes de iniciar su discurso.
Una vez que se logró más o menos silenciar a los lobos marinos, lo cual fue posible sólo cuando los lancheros tuvieron la idea de arrojar al agua los peces que tenían pensado asar, Rigoberto Montero tomó el micrófono y desde la proa del barco arengó a la multitud exigiendo el mejor de los aplausos para el Señor Candidato que venía a traer el progreso, el desarrollo, la democracia, la seguridad y la cultura a las Islas Coronado. Luego de dos minutos de aplausos y un fallido intento de tirar cohetes que Rigoberto alcanzó a impedir temeroso de que los lobos marinos se volvieran a alterar, el Candidato inició su discurso.
Aunque los colegas de la prensa chayoteada reprodujeron textualmente el discurso de 19 minutos de duración, siete veces interrumpido por aplausos previamente acordados y pagados por Rigoberto a las rechonchas lideresas, pocas cosas se pueden rescatar del mismo, pues básicamente el Candidato se dedicó a repetir lo mismo que había dicho en todos los mítines anteriores ante los mismos diez mil acarreados que lo habían seguido durante toda la campaña, si bien él no se había dado ni por enterado.
Habló, por supuesto, de llevar la seguridad a las Islas Coronado, de instalar una central de Policía y una más de bomberos. También se comprometió a establecer una moderna red de rutas troncales con autobuses nuevos para cada isla, subsidiar un servicio eficiente de recolección de basura, crear una guardería para los pequeños de las madres isleñas y una casa de la cultura en la que se mostrara lo mejor del talento de los artistas de las Coronado, que según sabía, eran de talla internacional.
El Candidato jamás reparó en el hecho de que los niños que llevaban en brazos las lideresas y que le dieron a cargar cuando las lentes de los fotógrafos estaban listas, eran los mismos que había cargado y besado en eventos anteriores. Y es que cada tercer día, por acuerdo específico de Rigoberto con los directores de los diarios aliados, se publicaba una foto del Candidato cargando un niño ante las multitudes.
La cuestión es que nadie, ni la prensa ni los políticos, pudieron precisar si había o no entre el público algún auténtico habitante de las Islas Coronado.
El mitin fue un éxito, la comilona de antología y la borrachera memorable. Al atardecer flotaban por las aguas del Pacífico cientos de latas de cerveza, bolsas de plástico y hojas de tamales. Al volver a tierra firme, el Candidato sonreía seguro de haber sumado por lo menos 10 mil votos en esas olvidadas islas. Así lo certificaron los diarios del día siguiente, que publicaron a ocho columnas: Miles de isleños lo aclaman. Llevará el progreso a las Coronado. Isleños cierran filas en torno al Candidato.