Las visitaciones de la Santísima Muerte
Una botella de vino blanco y otra de tinto, ambas de Santa Helana, acompañaron una deliciosa lasaña que preparó Carolina la tarde del sábado. Hermoso atardecer, suculenta lasaña, buena música, sexo rico y espontáneo en la sala y el deseo de eternizar ese instante, de agarrar al Carpe Diem de los huevos y congelarlo dentro de un iceberg. Quiero morir en una tarde feliz. Quiero morir una tarde como la del sábado.
Y suele suceder que la Santísima Muerte te toca el hombro en instantes como ese. Se lo agradecería mucho en verdad. Prefiero que me sorprenda en una tarde como esa a tener que aguardarla en la cama mugrienta de un hospital. Los días más felices me gustan para morir. Hay que retirarse de la vida justo en el momento en que tienes todos los elementos para afirmar que amas la vida. Ahora pienso que la Muerte pudo haber llegado el sábado. Cuando la noche es aún muy joven, llevas dos botellas de vino y tienes todos los deseos en su punto para seguir prolongando la felicidad, tu mayor problema es que se hayan agotado las reservas vinícolas. La única alternativa es ir a comprar más, pero el super más cercano es el Calimax de Rosarito y para llegar ahí debo manejar unos cuantos kilómetros por la carretera escénica. No tardo nada, vuelvo en diez minutos, dije yo, pero Carolina prefirió que no fuera y decidimos seguir la velada tomando agua mineral. Y después, cuando ya estábamos en la cama, tuve algo así como una revelación, una certeza incuestionable de que de haber ido, habría muerto en la oscura carretera, repleta de borrachos sabatinos como yo. Nunca tengo supersticiones ni presentimientos, simplemente pensé que de haber ido a comprar más vino, la Santísima se hubiera subido de copiloto como lo suele hacer siempre, con la diferencia de esta noche se hubiera decidido a tocarme el hombro. Me hubiera gustado morir en un día así, pero ese día no era el sábado 11 de octubre.
Una botella de vino blanco y otra de tinto, ambas de Santa Helana, acompañaron una deliciosa lasaña que preparó Carolina la tarde del sábado. Hermoso atardecer, suculenta lasaña, buena música, sexo rico y espontáneo en la sala y el deseo de eternizar ese instante, de agarrar al Carpe Diem de los huevos y congelarlo dentro de un iceberg. Quiero morir en una tarde feliz. Quiero morir una tarde como la del sábado.
Y suele suceder que la Santísima Muerte te toca el hombro en instantes como ese. Se lo agradecería mucho en verdad. Prefiero que me sorprenda en una tarde como esa a tener que aguardarla en la cama mugrienta de un hospital. Los días más felices me gustan para morir. Hay que retirarse de la vida justo en el momento en que tienes todos los elementos para afirmar que amas la vida. Ahora pienso que la Muerte pudo haber llegado el sábado. Cuando la noche es aún muy joven, llevas dos botellas de vino y tienes todos los deseos en su punto para seguir prolongando la felicidad, tu mayor problema es que se hayan agotado las reservas vinícolas. La única alternativa es ir a comprar más, pero el super más cercano es el Calimax de Rosarito y para llegar ahí debo manejar unos cuantos kilómetros por la carretera escénica. No tardo nada, vuelvo en diez minutos, dije yo, pero Carolina prefirió que no fuera y decidimos seguir la velada tomando agua mineral. Y después, cuando ya estábamos en la cama, tuve algo así como una revelación, una certeza incuestionable de que de haber ido, habría muerto en la oscura carretera, repleta de borrachos sabatinos como yo. Nunca tengo supersticiones ni presentimientos, simplemente pensé que de haber ido a comprar más vino, la Santísima se hubiera subido de copiloto como lo suele hacer siempre, con la diferencia de esta noche se hubiera decidido a tocarme el hombro. Me hubiera gustado morir en un día así, pero ese día no era el sábado 11 de octubre.