Hate Eternal
¿Quieres sentir el néctar mismo de la mala vibra? ¿Saludar al odio en persona con un apretón de manos? Pues basta con verme a las 8:00 de la mañana atrapado en un nudo vial entre las calles Niños Héroes y Segunda.
Ninguna situación me lleva a extremos tales de desesperación cómo estar atrapado en un congestionamiento vial en donde debes poner altas dosis de mala leche para colarte entre los carros, impedir el paso al prójimo y ganar el tuyo a la mala.
Es entonces cuando cualquier meditación de tipo filosófica adquiere un tono más negro que las más absolutas tinieblas infernales.
Y me pregunto ¿Cuál es la maldita razón por la que giras una llave y enciendes un motor cada mañana? ¿Qué absurda ley natural te hace abandonar los reinos de Morfeo y arrojarte a los avernos viales? ¿Quiénes somos esos miles y miles de seres malencarados con las manos aferradas a un volante y las patas danzando frenéticas entre acelerador y freno? Ahí estamos, hostiles, absurdos, destilando a chorros la desesperación propia del galeote. Pensando que tenemos que llegar, que urge avanzar, salir de ahí a como de lugar y ¿para qué chingados? ¿A donde mierdas creemos que vamos? Pero ahí vamos, obedientes de quien sabe que maldición divina, pagando con ráfagas de coraje el católico pecado original de haber nacido humanos y creernos con derecho a un destino, una causa, una razón, un maldito motivo último que justifique esos campos de batalla. Ahí vamos, a producir o inventar que producimos, para después consumir, depredar, vomitar y poblar la Tierra con nuestras heces y horas más tarde, volver a despertar una mañana y arrojarnos al caos para seguir alucinando que producimos, que hacemos algo, que valemos la pinche pena.
Un policía tapa la calle Madero y agita a sus brazos al aire cual atolondrado espantapájaros torturado por los cuervos. Irrumpe entonces la sinfonía del claxon en caos mayor. El odio incubado amenaza con hacer erupción . En ese instante el centro de todos mis deseos es reventar el culo del policía a patadas o destrozar de un batazo el parabrisas del carro que intenta meterse delante de mí.
Imposible pasar por el Centro, así que opto por el Bulevar Sánchez Taboada, lento pero seguro. Pongo un tape de AC/DC y me pongo a headbanguear. Estoy francamente encabronado, neurótico, insoportable, con el espíritu más que dispuesto para empezar a zorrajar putazos. En las esquina de Sánchez Taboada y Paseo de los Héroes los voceadores enseñan el producto de nuestro trabajo y durante el eterno rojo del semáforo me entretengo leyendo nuestra portada en manos del voceador vestido de naranja y las patrañas de la pestilente basura en manos del voceador vestido de azul. El verde del semáforo es efímero pero aún así alcanzo a cruzar cuando el ámbar está por dar las nalgas. La Vía Lenta es otro pedo. Está tan congestionada que prefiero avanzar por la lateral hasta el periódico. Una vez en el estacionamiento el motor por fin se apaga luego de una hora de sufrimiento. Una pinche travesía más, una odisea infernal recorrer el tramo que separa nuestra acogedora recámara de la redacción del periódico en la que se consumió una carísima dosis de gasolina, en la que destilé odio y mentadas de madre y me acerqué unos cuantos pasos más al Infierno. Una vez arriba, café en mano, me dispongo a leer nuestro trabajo y el de la competencia mientras mi mente, aún infestada de odio, se pone a alucinar cosas que podríamos publicar en portada en días futuros y caigo en la cuenta que son cosas que muchas veces antes sin duda hemos publicado y que seguiremos publicando por toda la eternidad, pues el periodismo, sepan ustedes, es la encarnación misma del Mito del Eterno Retorno, el infernal vaivén de los ciclos, el teatro de las redundancias y el absurdo. El Universo del periodismo es finito, repetitivo, representa la encarnación más diabólica de lo cotidiano, el dantesco tatuaje de un día en la vida de una urbe lacerada por almas podridas y mórbidos deseos. Y ahí voy, otra puta vez ahí voy, con el espíritu como una granada atiborrada de pólvora, con el estómago indigesto de lava volcánica, a dos segundos y una mala cara de hacer erupción y desparramar mi furia sobre el entorno. No Calamaro, el instinto asesino casi nunca se me duerme. ¿Podría alguien venir a arrullarlo con una canción de cuna metalera? ¿O acaso necesito mantenerlo despierto para seguir viviendo? ¿Qué haría yo sin mi instinto asesino picándome las costillas cada mañana? ¿Qué sería de mí sin la Santísima Muerte caminando siempre a mi lado?
El rostro de las islas
Pero por fortuna los primeros minutos del día no están sumergidos en los fluidos del odio. Antes de las 7:00 de la mañana paseo a Morris y pierdo mi mirada en la inmensidad del Pacífico. El rostro del Pacífico es casi etéreo al amanecer. Mis ojos se enfocan en las Islas Coronado, mi añeja y cortazariana obsesión. Quisiera un día tener el tiempo de darme a la tarea de fotografiar los distintos rostros de las Islas Coronado en un día. Sería una buena serie y es que nada hay más cambiante que el rostro de las islas contempladas desde la costa tijuanense. Ocasiones hay, las menos, en que puedes distinguir de manera nítida el color de la tierra y las rocas. En otras, son apenas una sombra espectral, una silueta oculta entre las nubes y mañanas hay también en que simplemente desaparecen. Las Islas Coronado son fantasmas, encarnaciones oníricas propias de la desesperada mente un navegante preso en las alucinaciones de alta mar.
Pago el alto precio de vivir lejos, pues en ese recinto aún no me visitan las ráfagas de odio y puedo permitirme el lujo de desparramar mis pensamientos en ese Aleph llamado Pacífico.
En busca de la perfecta herejía
Leo con sumo interés un blog argentino escrito por alguien que es mi tocayo, se apellida Massei y también se declara ateo. Lo peor para los danieles ateos, es que nuestro nombre en hebreo significa Dios es mi juzgador. O sea, si Dios existe, ya estuvo que nos cargó la chingada.
Mi tocayo reflexiona sobre la necesidad de poseer un dogma para faltarle al respeto. Coincido con él.
Lo cito textualmente: -Lo que sí me resulta fatalmente imposible es saber que, cuando se es ateo, no existe forma alguna de ser hereje. La herejía se me vuelve una ausencia imposible de entender. Me tengo que inventar un dogma para faltarle el respeto y eso, es demasiado trabajo para alguien que es ateo-
En lo que no coincido con Daniel, es en que cuesta mucho trabajo adoptar un dogma para faltarle al respeto. Este mundo nuestro tan absurdo está atiborrado de ídolos y verdades absolutas como para pasarnos toda la vida blasfemando a placer si así lo deseamos. Pues resulta que aunque hayamos matado a Dios hace un buen rato y nos pasemos la vida escupiendo sobre su cadáver, siempre habrá espacio para cometer una dulce herejía y proporcionarse ese maravilloso placer que es la blasfemia. Algo así escribí hace poco cuando explicaba mi particular concepción del satanismo. En un mundo que se desga-rra en una lucha eterna cuyas armas son conceptos inexistentes, o metáforas en el mejor de los casos, bien vale usar sus mismas armas para romperles el culo a sus deidades. Aunque las armas y el culo estén condenados a ser siempre sustantivos abstractos, una blasfemia bien afilada siempre sacará pus de alguna herida infecta.
Esta es una de mis verdades absolutas: el satanismo es mi metáfora favorita-
¿Quieres sentir el néctar mismo de la mala vibra? ¿Saludar al odio en persona con un apretón de manos? Pues basta con verme a las 8:00 de la mañana atrapado en un nudo vial entre las calles Niños Héroes y Segunda.
Ninguna situación me lleva a extremos tales de desesperación cómo estar atrapado en un congestionamiento vial en donde debes poner altas dosis de mala leche para colarte entre los carros, impedir el paso al prójimo y ganar el tuyo a la mala.
Es entonces cuando cualquier meditación de tipo filosófica adquiere un tono más negro que las más absolutas tinieblas infernales.
Y me pregunto ¿Cuál es la maldita razón por la que giras una llave y enciendes un motor cada mañana? ¿Qué absurda ley natural te hace abandonar los reinos de Morfeo y arrojarte a los avernos viales? ¿Quiénes somos esos miles y miles de seres malencarados con las manos aferradas a un volante y las patas danzando frenéticas entre acelerador y freno? Ahí estamos, hostiles, absurdos, destilando a chorros la desesperación propia del galeote. Pensando que tenemos que llegar, que urge avanzar, salir de ahí a como de lugar y ¿para qué chingados? ¿A donde mierdas creemos que vamos? Pero ahí vamos, obedientes de quien sabe que maldición divina, pagando con ráfagas de coraje el católico pecado original de haber nacido humanos y creernos con derecho a un destino, una causa, una razón, un maldito motivo último que justifique esos campos de batalla. Ahí vamos, a producir o inventar que producimos, para después consumir, depredar, vomitar y poblar la Tierra con nuestras heces y horas más tarde, volver a despertar una mañana y arrojarnos al caos para seguir alucinando que producimos, que hacemos algo, que valemos la pinche pena.
Un policía tapa la calle Madero y agita a sus brazos al aire cual atolondrado espantapájaros torturado por los cuervos. Irrumpe entonces la sinfonía del claxon en caos mayor. El odio incubado amenaza con hacer erupción . En ese instante el centro de todos mis deseos es reventar el culo del policía a patadas o destrozar de un batazo el parabrisas del carro que intenta meterse delante de mí.
Imposible pasar por el Centro, así que opto por el Bulevar Sánchez Taboada, lento pero seguro. Pongo un tape de AC/DC y me pongo a headbanguear. Estoy francamente encabronado, neurótico, insoportable, con el espíritu más que dispuesto para empezar a zorrajar putazos. En las esquina de Sánchez Taboada y Paseo de los Héroes los voceadores enseñan el producto de nuestro trabajo y durante el eterno rojo del semáforo me entretengo leyendo nuestra portada en manos del voceador vestido de naranja y las patrañas de la pestilente basura en manos del voceador vestido de azul. El verde del semáforo es efímero pero aún así alcanzo a cruzar cuando el ámbar está por dar las nalgas. La Vía Lenta es otro pedo. Está tan congestionada que prefiero avanzar por la lateral hasta el periódico. Una vez en el estacionamiento el motor por fin se apaga luego de una hora de sufrimiento. Una pinche travesía más, una odisea infernal recorrer el tramo que separa nuestra acogedora recámara de la redacción del periódico en la que se consumió una carísima dosis de gasolina, en la que destilé odio y mentadas de madre y me acerqué unos cuantos pasos más al Infierno. Una vez arriba, café en mano, me dispongo a leer nuestro trabajo y el de la competencia mientras mi mente, aún infestada de odio, se pone a alucinar cosas que podríamos publicar en portada en días futuros y caigo en la cuenta que son cosas que muchas veces antes sin duda hemos publicado y que seguiremos publicando por toda la eternidad, pues el periodismo, sepan ustedes, es la encarnación misma del Mito del Eterno Retorno, el infernal vaivén de los ciclos, el teatro de las redundancias y el absurdo. El Universo del periodismo es finito, repetitivo, representa la encarnación más diabólica de lo cotidiano, el dantesco tatuaje de un día en la vida de una urbe lacerada por almas podridas y mórbidos deseos. Y ahí voy, otra puta vez ahí voy, con el espíritu como una granada atiborrada de pólvora, con el estómago indigesto de lava volcánica, a dos segundos y una mala cara de hacer erupción y desparramar mi furia sobre el entorno. No Calamaro, el instinto asesino casi nunca se me duerme. ¿Podría alguien venir a arrullarlo con una canción de cuna metalera? ¿O acaso necesito mantenerlo despierto para seguir viviendo? ¿Qué haría yo sin mi instinto asesino picándome las costillas cada mañana? ¿Qué sería de mí sin la Santísima Muerte caminando siempre a mi lado?
El rostro de las islas
Pero por fortuna los primeros minutos del día no están sumergidos en los fluidos del odio. Antes de las 7:00 de la mañana paseo a Morris y pierdo mi mirada en la inmensidad del Pacífico. El rostro del Pacífico es casi etéreo al amanecer. Mis ojos se enfocan en las Islas Coronado, mi añeja y cortazariana obsesión. Quisiera un día tener el tiempo de darme a la tarea de fotografiar los distintos rostros de las Islas Coronado en un día. Sería una buena serie y es que nada hay más cambiante que el rostro de las islas contempladas desde la costa tijuanense. Ocasiones hay, las menos, en que puedes distinguir de manera nítida el color de la tierra y las rocas. En otras, son apenas una sombra espectral, una silueta oculta entre las nubes y mañanas hay también en que simplemente desaparecen. Las Islas Coronado son fantasmas, encarnaciones oníricas propias de la desesperada mente un navegante preso en las alucinaciones de alta mar.
Pago el alto precio de vivir lejos, pues en ese recinto aún no me visitan las ráfagas de odio y puedo permitirme el lujo de desparramar mis pensamientos en ese Aleph llamado Pacífico.
En busca de la perfecta herejía
Leo con sumo interés un blog argentino escrito por alguien que es mi tocayo, se apellida Massei y también se declara ateo. Lo peor para los danieles ateos, es que nuestro nombre en hebreo significa Dios es mi juzgador. O sea, si Dios existe, ya estuvo que nos cargó la chingada.
Mi tocayo reflexiona sobre la necesidad de poseer un dogma para faltarle al respeto. Coincido con él.
Lo cito textualmente: -Lo que sí me resulta fatalmente imposible es saber que, cuando se es ateo, no existe forma alguna de ser hereje. La herejía se me vuelve una ausencia imposible de entender. Me tengo que inventar un dogma para faltarle el respeto y eso, es demasiado trabajo para alguien que es ateo-
En lo que no coincido con Daniel, es en que cuesta mucho trabajo adoptar un dogma para faltarle al respeto. Este mundo nuestro tan absurdo está atiborrado de ídolos y verdades absolutas como para pasarnos toda la vida blasfemando a placer si así lo deseamos. Pues resulta que aunque hayamos matado a Dios hace un buen rato y nos pasemos la vida escupiendo sobre su cadáver, siempre habrá espacio para cometer una dulce herejía y proporcionarse ese maravilloso placer que es la blasfemia. Algo así escribí hace poco cuando explicaba mi particular concepción del satanismo. En un mundo que se desga-rra en una lucha eterna cuyas armas son conceptos inexistentes, o metáforas en el mejor de los casos, bien vale usar sus mismas armas para romperles el culo a sus deidades. Aunque las armas y el culo estén condenados a ser siempre sustantivos abstractos, una blasfemia bien afilada siempre sacará pus de alguna herida infecta.
Esta es una de mis verdades absolutas: el satanismo es mi metáfora favorita-