Apolo y Dionisio
El origen de la tragedia, (O El nacimiento de la tragedia según algunos traductores) fue la primera obra de Nietzsche y en ella encontramos todavía una fuerte carga filológica de la que el buen Federico se fue desembarazando poco a poco con el transcurrir de los años.
En El origen de la tragedia, Nietzsche diserta en torno a la naturaleza de lo apolíneo y lo dionisiaco e incluso se permite enumerar las ciencias y las artes que le son propias a cada una de estas deidades.
Lo apolíneo, dice Nietzsche, está ante todo guiado por una estricta racionalidad y obedece a procesos lógicos del pensamiento. Lo dionisiaco en cambio, es algo que emerge de las profundidades del ser y para lo cual requiere el hombre echar mano de algo más que su racional naturaleza. A Dionisio, después de todo, le gusta ponerle trampas al animal racional. En mayor o menor medida, Apolo y Dionisio conviven en cada ser y descarto la posibilidad de dominios absolutos, si bien en algunos casos la presencia de una de estas deidades es apenas perceptible frente al abrumador dominio de la otra. No coincido con mi colega Manuel Lomelí (chango100.blogspot) cuando señala que lo apolíneo es forma y lo dionisiaco fondo.
Lo cito textualmente: - El fondo, querido Daniel, he ahí la verbigracia correcta de Baco. La forma es Apolíneo y el fondo Dionisio. Yo que, metido en el candor del saltimbanqui alcohólico, poco te puedo hablar sobre las ventajas de una u otra cerveza que, aunque lo reconozco: existen, al final me colum-pian, me agracian, me dividen y me aligeran... – No coincido con él.
De hecho, creo yo, hay mucho de forma en los caminos de Dionisio, a quien le gusta emerger lentamente e ir, poco a poco, tomando posesión de los cuerpos. La danza de Dionisio es en un principio suave, ligera y acaba siendo frenética y orgiástica.
Yo también he corrido desesperadamente tras el fondo olvidando la forma, como aquel viajero que se desespera por llegar a un destino, sin darse cuenta que la esencia misma del viaje es el camino.
A mis 14 y 15 años bebí botellas de cuartito de aguardiente Canoas y Don Buchito (costaban 800 viejos pesos de 1988) y fui feliz.
Recuerdo una fría tarde de invierno cuando sentado en la banqueta afuera del local donde se celebraba una tocada junto a un grupo de punketos, compartíamos una botellita de pendenciero aguardiente envuelta en papel periódico. La botella circulaba de mano sucia en mano cerda, desparramando su elixir de fuego en infectos labios e inundando las entrañas de un calor redentor. Y Dionisio estaba ahí presente, danzando al fondo de esa botella barata. Y sí, encontré a esa deidad tramposa y juguetona en el fondo de muchos pomos cuyo precio era casi simbólico.
Supe que me había convertido en un adulto cuando en pleno proceso de embriaguez, empezaba a medir las consecuencias de la cruda, que conforme más crezco, se vuelve más castigadora.
Asumí que había dejado muy atrás la adolescencia, cuando empecé disfrutar de las bebidas caras y a ser un tanto cuanto selectivo con mis marcas de cerveza y vino.
Nunca me ha dado por la mamonería típica del yuppie que sale en la sección de Sociales brindando en las fiestas de la vendimia y que florea su cerdo hocico presumiendo las marcas de vinos que le gusta degustar. Tampoco soy tan pedante como cierto amigo regio que alardea de sus conocimientos doctorales sobre como se debe agarrar una copa y la forma en que se debe degustar un sorbo de vino antes de pedirle al mesero que te lo sirva. Esas son poses de mierda que no comparto.
Pero si bien yo soy absolutamente indiferente a las marcas en lo que se refiere a ropa (por ejemplo), no puedo serlo cuando se trata de aquellas sustancias que circularán por mi cuerpo.
Y es que no es lo mismo beber un Nebbiolo cosecha 96 que un Padre Kino y es muy diferente el Sangre de Toro al Sangre de Cristo (aquí el bovino supera al Mesías)
No creo que la ebriedad sea un fin en si mismo. Ello mataría precisamente al ritual dionisiaco.
Sería tanto como afirmar que el orgasmo es lo único que vale la pena de una cogida. Sí, es la cúspide, el climax, la explosión, pero el verdadero néctar está, primero que nada, en la mujer con quien lo hagas. Después, en jugar, seducir e ir subiendo poco a poquito la temperatura de los cuerpos. Después de todo, un orgasmo, un sencillito y ordinario orgasmo, es muy fácil de conseguir. En cambio, una cogida que merezca ser recordada supone una serie de factores anímicos, ambientales y hasta químicos para consumarse. De la misma forma que perseguir la ebriedad pura como un fin mata a Dionisio, creer que una venida justifica todo, significa la condena de Eros. Nunca tengo prisa por llegar a la embriaguez. De hecho, disfruto de sobremanera percibir apenas los pasos de Dionisio cuando comienza, lentamente, a danzar sobre mi alma. Y claro, si a ello le añadimos el delicioso sabor de madera, bosque y fruto que un buen vino deja en tu paladar y al entono sumamos una agradable compañía y una buena música, el ritual dionisiaco, seguramente, se consumará con toda su intensidad.
El origen de la tragedia, (O El nacimiento de la tragedia según algunos traductores) fue la primera obra de Nietzsche y en ella encontramos todavía una fuerte carga filológica de la que el buen Federico se fue desembarazando poco a poco con el transcurrir de los años.
En El origen de la tragedia, Nietzsche diserta en torno a la naturaleza de lo apolíneo y lo dionisiaco e incluso se permite enumerar las ciencias y las artes que le son propias a cada una de estas deidades.
Lo apolíneo, dice Nietzsche, está ante todo guiado por una estricta racionalidad y obedece a procesos lógicos del pensamiento. Lo dionisiaco en cambio, es algo que emerge de las profundidades del ser y para lo cual requiere el hombre echar mano de algo más que su racional naturaleza. A Dionisio, después de todo, le gusta ponerle trampas al animal racional. En mayor o menor medida, Apolo y Dionisio conviven en cada ser y descarto la posibilidad de dominios absolutos, si bien en algunos casos la presencia de una de estas deidades es apenas perceptible frente al abrumador dominio de la otra. No coincido con mi colega Manuel Lomelí (chango100.blogspot) cuando señala que lo apolíneo es forma y lo dionisiaco fondo.
Lo cito textualmente: - El fondo, querido Daniel, he ahí la verbigracia correcta de Baco. La forma es Apolíneo y el fondo Dionisio. Yo que, metido en el candor del saltimbanqui alcohólico, poco te puedo hablar sobre las ventajas de una u otra cerveza que, aunque lo reconozco: existen, al final me colum-pian, me agracian, me dividen y me aligeran... – No coincido con él.
De hecho, creo yo, hay mucho de forma en los caminos de Dionisio, a quien le gusta emerger lentamente e ir, poco a poco, tomando posesión de los cuerpos. La danza de Dionisio es en un principio suave, ligera y acaba siendo frenética y orgiástica.
Yo también he corrido desesperadamente tras el fondo olvidando la forma, como aquel viajero que se desespera por llegar a un destino, sin darse cuenta que la esencia misma del viaje es el camino.
A mis 14 y 15 años bebí botellas de cuartito de aguardiente Canoas y Don Buchito (costaban 800 viejos pesos de 1988) y fui feliz.
Recuerdo una fría tarde de invierno cuando sentado en la banqueta afuera del local donde se celebraba una tocada junto a un grupo de punketos, compartíamos una botellita de pendenciero aguardiente envuelta en papel periódico. La botella circulaba de mano sucia en mano cerda, desparramando su elixir de fuego en infectos labios e inundando las entrañas de un calor redentor. Y Dionisio estaba ahí presente, danzando al fondo de esa botella barata. Y sí, encontré a esa deidad tramposa y juguetona en el fondo de muchos pomos cuyo precio era casi simbólico.
Supe que me había convertido en un adulto cuando en pleno proceso de embriaguez, empezaba a medir las consecuencias de la cruda, que conforme más crezco, se vuelve más castigadora.
Asumí que había dejado muy atrás la adolescencia, cuando empecé disfrutar de las bebidas caras y a ser un tanto cuanto selectivo con mis marcas de cerveza y vino.
Nunca me ha dado por la mamonería típica del yuppie que sale en la sección de Sociales brindando en las fiestas de la vendimia y que florea su cerdo hocico presumiendo las marcas de vinos que le gusta degustar. Tampoco soy tan pedante como cierto amigo regio que alardea de sus conocimientos doctorales sobre como se debe agarrar una copa y la forma en que se debe degustar un sorbo de vino antes de pedirle al mesero que te lo sirva. Esas son poses de mierda que no comparto.
Pero si bien yo soy absolutamente indiferente a las marcas en lo que se refiere a ropa (por ejemplo), no puedo serlo cuando se trata de aquellas sustancias que circularán por mi cuerpo.
Y es que no es lo mismo beber un Nebbiolo cosecha 96 que un Padre Kino y es muy diferente el Sangre de Toro al Sangre de Cristo (aquí el bovino supera al Mesías)
No creo que la ebriedad sea un fin en si mismo. Ello mataría precisamente al ritual dionisiaco.
Sería tanto como afirmar que el orgasmo es lo único que vale la pena de una cogida. Sí, es la cúspide, el climax, la explosión, pero el verdadero néctar está, primero que nada, en la mujer con quien lo hagas. Después, en jugar, seducir e ir subiendo poco a poquito la temperatura de los cuerpos. Después de todo, un orgasmo, un sencillito y ordinario orgasmo, es muy fácil de conseguir. En cambio, una cogida que merezca ser recordada supone una serie de factores anímicos, ambientales y hasta químicos para consumarse. De la misma forma que perseguir la ebriedad pura como un fin mata a Dionisio, creer que una venida justifica todo, significa la condena de Eros. Nunca tengo prisa por llegar a la embriaguez. De hecho, disfruto de sobremanera percibir apenas los pasos de Dionisio cuando comienza, lentamente, a danzar sobre mi alma. Y claro, si a ello le añadimos el delicioso sabor de madera, bosque y fruto que un buen vino deja en tu paladar y al entono sumamos una agradable compañía y una buena música, el ritual dionisiaco, seguramente, se consumará con toda su intensidad.