Desbarrancadero resort
Entre la niebla
emerge como sombra larga la torre de block, mole de bruma que de un momento a otro
desaparecerá como ha desaparecido el mar en las tinieblas de la tarde. Del
Pacífico solo queda el rumor, la intuición de su presencia, el viento helado y
la respiración del gigante dormido que ni siquiera huele a agua marina. Por
ahora es lo que queda; después de todo, nunca hubo mucho más: ladrillo, mar y
atardeceres. La plusvalía yace en la vista, en los crepúsculos del millón de
dólares que sólo Neptuno Resort podía ofrecerte antes de que todo se fuera al
carajo con las tardes ladronas de este enero hostil.
En el argot a
estas cosas se les llama elefantes blancos aunque su color casi siempre es
gris, carcasa de ladrillo muerto y varilla pelada mirando al Pacífico. Veinte
pisos donde cada metro cuadrado olía a oro e idilio.
Ante la niebla el edificio es sustancia de sueños, una
visión que de un momento a otro puede vaporizarse como los miles de dólares de
los ilusos que depositaron sus pretensiones de grandeza en esas piedras. La
tarde oscura al menos concede un espacio a la fabulación, pero el mediodía
soleado espeta la ruina con desparpajo. Frente al mar sólo hay un esqueleto de
cemento carcomido, puro herrumbre salitroso para atrapar los mejores
atardeceres de toda la Baja