El diablo de Tsvietáieva
Se llama Marina
Tsvietáieva y la vida se encargó se mostrarle su cara más intensa y también la
más hostil. Nació en Moscú en 1892 y fue una mujer errabunda con vocación de
vela en la tempestad, poeta y cronista de un tiempo convulso. Me encontré con
ella en las páginas de El viaje de Sergio Pitol y me di a la tarea de pepenar
mostrenca pedacería de su obra. Cuando me da por creerme aquello de que la
escritura es pura y vil carpintería apolínea, leo El diablo de Tsvietáieva
y entonces recuerdo que en todo acto creativo
hay una dosis de otredad, un espectro desdoblado que es al mismo tiempo aliado
y oponente. Un sacerdote ortodoxo pregunta a la niña: “¿Diableas?” “Sí,
siempre”, responde ella. El diablo vive en los libros . La condición creativa
es una condición de alucinación. Alguien se apodera de ti, tu mano no es más
que un intérprete, no tuyo, sino de otro. ¿Quién es? Lo que a través tuyo
quiere ser”, escribe Marina en El arte a la luz de la conciencia. De Marina
podríamos no saber absolutamente nada y pudo acabar como ceniza esparcida en el
vientre del Gulag. Si algo sabemos de ella es gracias a su hija Ariadna,
sobreviviente de Siberia, que rescató el rompecabezas de su obra y si hoy la
leemos en español, es gracias a Selma Ancira, su devota traductora. Marina se
consumió antes de dormir oxidada. Esposa de un ex guardia blanco que acabó como
espía soviético, vivió su poesía naufragando entre amantes de ambos sexos y
sosteniendo la mirada ante el horror bélico. Marina Tsvietáieva se quitó la
vida en 1941 y a mí me ha dado por buscar señuelos en sus papeles perdidos.