La terquedad de las vueltas al sol
Nublada irrumpe el alba en el último día de mis 46 años. La historia dice
que al menos en Monterrey mi cumpleaños traía consigo la lluvia y no fueron
pocas las piñatas que rompí bajo tercos diluvios.
Lo cierto es que no suelo completar vueltas al sol bajo cielos desnudos y
horizontes pelones, pues a las nubes les da por ser fieles escoltas en estos
días. Hoy no parece ser la excepción.
En cualquier caso, el destino circular parece aferrado a cumplir con sus
citas. Cuando empecé a obsesionarme con el nietzschiano Mito del Eterno
Retorno, no alcanzaba a dimensionar que la imagen de la serpiente mordiéndose
la cola es la metáfora de nuestros más cotidianos rituales de vida diaria.
Abrir los ojos e inevitablemente sentirse un perfecto extraño por unos
instantes. Con la playa neuronal aún mojada por la marea alta del inconsciente
en su viaje onírico, es inevitable no experimentar la deliciosa rareza de estar
vivo. Si en la red de pesca duermevelera he conseguido atrapar el vestigio de algún
sueño, entonces lo primero que hago es tratar de narrarlo en un cuaderno. Los
peores y más incomprensibles garabatos de mi de por sí catastrófica caligrafía,
son los que yacen en la libreta de los sueños. Nadie, ni siquiera yo, sería
capaz de entenderla. De coherencia y estructura narrativa ni hablar. Esos
primeros párrafos del día hacen que la poesía surrealista parezca un ordenado
instructivo. El compañero de esa anárquica escritura suele ser el primer café
de la jornada, a menudo un vestigio sobrante en la cafetera mientras en el
fuego hierve el agua que habré de verter sobre el grano recién molido. Acaso el
primer milagro es volver a darle un trago a ese café con sabor a eternidad y
comprobar que al parecer uno sigue estando vivo entre un mar de obituarios.
Mi esposa y mi hijo aún duermen, pero dentro de unos minutos el engranaje
empezará a girar. El rincón de la sala donde solía estar la cama de Canica
ahora está tristemente vacío (hoy justamente cumplimos un mes sin ella) aunque
por las noches juramos escuchar su puertita en la cocina. El despertador de
Iker suele ser la canción de Mister Sandman. Una vez que suena, podemos dar por
inaugurado el día. Chirria el tocino en el sartén mientras lucho por lograr dos
yemas perfectas. Hasta hace más de un año, la primera epopeya del día era salir
a pisar el acelerador por la carretera Escénica para luego desafiar el caos
perpetuo de la libre a Rosarito, pero hoy la aventura se limita a conectarnos a
Google Classroom para que la voz de la maestra se apodere del entorno.
Asomarse a tomarle la temperatura al mundo en las redes sociales suele ser
el primer trago amargo del día. Twitter es un nido de inmundicia y mala entraña
en donde se exhibe con desparpajo la
aceleradísima regresión histórica en que se encuentra inmerso este país. Contestar
correos, dirimir pequeños pendientes, releer el texto inacabado de ayer, sentir
que el nuevo párrafo es un prófugo escurridizo y que reinventar el mundo en
prosa es un arado marino, un iglú en el Valle de Mexicali. El Pacífico se aferra
a su oleaje, las islas juegan a las escondidas en el horizonte y me emociona la
idea de poder probar un nuevo vino y compartirlo con Carolina, empezar a leer una novela que amenaza con
atraparme o intuir que en algún profundo yacimiento yace el embrión de una nueva
historia que tal vez algún día escribiré. La mitad del camino de la vida ya ha
quedado atrás (porque 94 años no voy a vivir) pero les juro que ha valido la pena vivir
estos 47.