Canica no ha muerto, aunque en esta noche de tormenta no duerme con nosotros. Se ha quedado a pernoctar con su veterinaria entre mil y un gatos. Al menos hay un poco de luz al final del túnel. Tal vez no demasiada, pero algo de luz.
Al final todos moriremos. Imposible no ver en la agonía de Canica una alegoría de nuestro propio final. Los perros nos muestran en cámara rápida la secuencia de nuestra fatalidad. La vida es un tren bala y siempre ha sido mucho más rápida que nuestra capacidad de asimilarla.
Canica llegó a nuestras vidas en el verano de 2008. La vimos de reojo desde el carro en un flashazo, un sábado al mediodía, cuando salíamos de la colonia para ir a comer. La traía consigo un albañil y nos conquistó apenas hicimos contacto visual, aunque toda ella era una mata de pelambre, garrapatas y suciedad. El albañil nos la regaló. Al parecer le urgía deshacerse de ella. La llevamos a bañar y a pelucar. Con el corte y el baño parecía otra. Su arma de seducción fueron siempre esos ojos con rímel natural y las orejas bicolores, cafés con puntas negras. Era larga y puntiaguda como una comadreja y corría como saeta, saltando de un sillón a otro. Derrochaba energía, vitalidad y coraje.
Canica llegó a llenar el vacío heredado por Morris, quien había estado con Carolina desde que era un recién nacido, en la primavera de 1992 y hasta el día de su muerte por insuficiencia renal, el 27 de diciembre de 2007. Carol y yo nos casamos en 1999 y Morris estuvo con nosotros, durmiendo en nuestra cama durante nuestros primeros ocho años de matrimonio. En cualquier caso, Canica ya es la mascota con la que he vivido más tiempo de mi vida. Esperamos poder sumar unos cuantos meses o años más.
Tuesday, April 07, 2020
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