Anoche he ido en plan de pepenador a la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Fue una pepena Blitzkrieg, un bombardeo relámpago simplemente inevitable en donde en menos de 20 minutos traté de maximizar mi olfato de cazador. La bibliofilia es un vicio muy bravo y he asumido que no me será dado rehabilitarme. Dentro de las distintas manifestaciones de mi adicción, la pepena de ejemplares usados es la más extrema, la más canija. Me gusta perderme entre cerros de libros amontonados en la forma más caótica posible. El caos es un elemento estimulante, pues siempre está latente la posibilidad del diamante en el carbón. He aprendido a desconfiar de las apariencias y a saber que entre medio centenar de ordinarias chafadas se esconde un libro destinado a volarte la cabeza, mismo que no te será dado encontrar en algún otro sitio. Eso es lo fascinante de explorar en esos terruños y por eso las ferias de antiguallas me estimulan más que las librerías modernas. En una librería como Gandhi tienes más o menos claro lo que puedes encontrar desde el momento en que entras. La mayor sorpresa te la puede dar una novedad que haya arribado en tiempo récord, pero en cualquier caso caerá dentro de lo predecible. El orden alfabético de las secciones, la omnipresencia de los empleados y la computadora en plan de oráculo aguafiestas pueden encargarse de matar a priori la posibilidad de una sorpresa. En cambio entre los vejestorios siempre se mantiene viva la chance de ser sorprendido. Lo fascinante está en saber que un libro tan raro e improbable como un monotrema me acecha oculto desde alguna cueva y claro, consciente estoy de que ese encuentro bien puede no producirse si mi olfato no anda tan despierto o si al librajo en cuestión le da por enterrarse entre la marranilla.
Me gusta la Feria del Libro Antiguo, una divina utopía impulsada desde hace no pocos años por un divino utopista llamado René Castillo, al que todos conocemos como el Grafógrafo. Al colega le gusta esto del arado en mares y yo soy el más agradecido, pues de esta vendimia que logra traer a Tijuana a algunos mercaderes chilangos capaces de guardar embrujados conejos bajo sus sombreros, proceden algunos de los tesoros de mi biblioteca. Hace un año se instaló afuera de Catedral y ahora, con el apoyo del IMAC, se ha instalado en el Antiguo Palacio Municipal.
Anoche topé con La novela luminosa del uruguayo Mario Levrero, editada en Barcelona por Mondadori. Este excéntrico charrúa no suele ser fácil de encontrar por estos rumbos. Ya entrado en la exploración, topé de frente con el Vals de Mefisto de Sergio Pitol en su primera edición de Anagrama, número dos de la célebre colección Narrativas Hispánicas y aunque ya poseo el Vals y Nocturno de Bujara en la compilación Soñar la realidad, no quise desperdiciar la posibilidad de hacerme de este ornitorrinco editorial que hace unos 33 años (lo sé por la vieja etiqueta amarilla pegada en la contraportada) fue vendido en Gandhi por 974 viejos pesos. Para redondear la caza me hice de un viejo ejemplar de El catalejo del francés Patrick Deville. Lo peor es que esto es apenas el comienzo y hay un elevado riesgo de retornar el fin de semana.
Wednesday, October 18, 2017
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