Saudade de jurado
Podría llamar a este sentimiento saudade de jurado. Me sucede siempre que soy juez en un concurso literario y en algún momento me empieza a invadir algo parecido a una súbita melancolía por el tornado de ilusiones perdidas que sopla frente a mí.
De entrada debo admitir que esto de entrarle de árbitro lo hago por gusto y por vocación de lector insomne, pues los honorarios por regla general son magros. Ser juez es para mí como una suerte de solitario taller literario.
Dado que no es una ciencia exacta o un deporte en el que gane quien meta más goles, cualquier competencia literaria está condenada a priori a una terrible subjetividad. La derrota o el triunfo serán siempre relativos y entrecomillados, pues no hay lectores ni lecturas iguales. Aun así, me llama la atención cómo es que las tendencias o los porcentajes suelen repetirse sin alternaciones, casi con obsesiva uniformidad.
Vaya, nunca me ha tocado evaluar un certamen en donde haya treinta trabajos buenísimos con idénticos méritos para ganar.
Lo común es que partiendo de la media de un certamen donde participan 50 trabajos, haya 25 o más que son declarados sin posibilidad alguna desde la primera lectura y solamente cuatro o cinco que tienen la calidad y los argumentos para ser considerados como sólidos candidatos al premio. Entre ellos existe una media tabla de diez o quince trabajos entre los que puede haber uno o dos que llamen la atención de algún juez.
No hay leyes perfectas, pero la experiencia me ha enseñado que más de la mitad de los competidores suelen ser prescindibles y eso casi siempre se revela desde las primeras páginas.
Lo inocultable es la falta de malicia narrativa. Suele revelarse con desparpajo y sin tapujos desde los párrafos iniciales. En algunos casos el desastre se desnuda cuando en la primera página encuentras cinco groseros errores ortográficos y terribles deficiencias en el uso del idioma. Aunque no son mayoría absoluta, siempre topo con no pocos participantes que se tuvieron fe para competir por el premio cuando aún no son capaces de aprobar siquiera un curso básico de ortografía y redacción.
Hay quienes superan las deficiencias ortográficas pero no pueden maquillar la inocencia y eso suele saltar casi de inmediato. Es como una marca en la frente que revela falta de lecturas e ingenuidad. Los desnudan los lugares comunes, los clichés, las obviedades, la burda cursilería, las redundancias. Creo que este es el caso que más se repite.
Tristemente la experiencia me enseñado que un texto con un muy buen comienzo puede fácilmente tener un final fallido o derrumbarse a la mitad, pero un texto que empieza mal irremediablemente acaba mal. Puede darse el caso, poco frecuente, de un texto con un inicio lento que de pronto se levanta y agarra ritmo, pero lo que empieza con errores e inocentadas generalmente termina igual o peor.
En la media tabla se ven cosas interesantes. Hay algunos casos, no muchos, en que un narrador técnicamente limitado y sin demasiada malicia logra construir una historia capaz de entretenerme. Aunque con deficiencias, el relato fluye y navega con buen viento. Este tipo de textos pueden mejorar mucho con un buen tallereo o si el autor diversifica y profundiza sus lecturas. En contraparte, hay casos en que un autor se revela como un lector de aguas profundas y apuesta por un texto arriesgado, desafiante y experimental. Su idea a priori es romper con lo convencional, pero el resultado no necesariamente suele ser bueno. En su afán por revelarse como un narrador raro o quebrador de convencionalismos acaba entregando un texto ilegible, caótico o, lo que es peor, francamente aburrido.