Deambulan o se arrastran a un lado del camino, a la orilla de las avenidas o la carretera. Irrumpen a veces en los cruceros urbanos o en la línea y cruzan en desbocada carrera frente a mil automóviles. Yacen ahí, tirados en los estacionamientos o a las puertas de una licorería, inmersos en diálogo con sus demonios internos. Algunos le hablan al aire y su mirada suele perderse en la inmensidad de horizontes cancelados. Están ahí, en todas partes y forman parte de nuestra existencia aunque finjamos no verlos. A menudo me da por creer que son los seres humanos más universales pues están en todas las ciudades del mundo, si bien nuestra frontera es por naturaleza geopolítica un santuario de almas rotas.
Son los hijos de la deportación, los embajadores de la miseria arrojados por las entrañas de un país despellejado por la violencia. Algunos piden o roban pero otros simplemente se limitan a mirar al vacío y hablarle a la nada sin esperar respuesta. Una madrugada cualquiera los arrojaron a las tinieblas tijuanenses desde la garita y su destino se transformó en polvo de calle. Están asustados y desorientados como un animal que de repente se encuentra perdido en un ecosistema tan extraño como hostil, pero si los miras a los ojos encontrarás que tras las llagas y la suciedad aún queda un vestigio de brillo, la llamita extinta de alguna ilusión infantil, las ruinas de una existencia que ha naufragado y a la que algún ignoto instinto de supervivencia aferra a la superficie.
Cuando la vida yace en pedazos a menudo queda al alcance una jeringa oxidada con heroína, un foco de cristal o una letanía bíblica, o las tres cosas al mismo tiempo. Carezco de deidad y sin embargo entiendo perfectamente que Cristo sea a menudo la única tabla de salvación para mil y un habitantes de este infierno urbano. Busco su mirada y reparo en lo delgadísima que es la capa que me separa de su destino. ¿Qué tan duro es el blindaje de nuestro castillito de certidumbres? ¿Cuánto falta para que se rompa la delgada capa de hielo sobre la que patinamos? Toda vida es frágil y a menudo hace falta muy poco para derrumbarla. El umbral que nos separa de un destino que creemos inverosímil es apenas una puerta de vapor. Vivir significa caminar por siempre a la orilla del desbarrancadero. Sí, hay un plastiquito con el sello de un banco en donde jura habitar nuestra solvencia económica, un seguro de vida que juega a escudarnos contra las canijas jugarretas de la aleatoriedad y el destino mientras el corazón cumple con bombear sangre hasta que un día cualquiera se detendrá como si tal cosa y nuestra mente, tan racional ella, suma dos más dos sin atinar a saber cuándo al tejido neuronal le dará por desajustarse y el olvido irrumpa con un gran manto negro borrando ese cimiento de recuerdos y saberes que sostiene lo que creemos ser con la misma solidez de un castillo de arena. El vacío nos busca la mirada y acaso lo más fascinante es que aún frente al umbral del desbarrancadero nos será dado liberar una carcajada y tomar un trago a la salud de la muerte compañera.
Monday, April 10, 2017
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