Primero la oscuridad. Un descomunal avión cruza el Pacífico en la mitad de la noche. Después el silencio. Vamos volando y no hay ruido ni vibración alguna. Rumbo al Oriente voy. Formo parte de la directiva de un equipo (¿Tigres?) y sólo sé que nuestro destino final es la India. Hay un par de escalas. La primera es ¿Japón? ¿China? La segunda, seguro estoy, Bali, Indonesia. Quiero dormir pero en esa aeronave es preciso ponerse vivo y pepenar algún mullido resquicio, una covacha acolchonada. El baño es milimétrico y yo soy un mastodonte. Despierto. Me aguarda una larguísima madrugada. La Muerte iba volando conmigo.
Encerrada en la pequeña recámara matrimonial, recibió el año nuevo jugando Candy Crush con los audífonos puestos y el par de perros temblando en su regazo, despavoridos ante el fragor del coheterío en las casas vecinas. Los audífonos, justificaba tu madre, son su única defensa posible frente al danzón de su esposo, los cohetones de los vecinos y el chilladero de las mascotas. Aunque a la mano no había piedra ni lodo, tu madre hacía lo posible por emular el concepto cerrando la endeble puerta de madera para matar las madrugadas frente a la pantalla de la computadora en donde el Candy y el Solitario alternaban con una decena de charlas abiertas desde sus cuentas falsas de Facebook mientras bebía Coca Cola light en un botellón de plástico. Encontró el cuerpo de su esposo ya frío bien entrada la mañana del 1 de enero y lo primero que hizo fue llamar a tu hermana mayor para que le ayudara a resolver todo lo que seguía, algo incierto que imaginaba como una inabarcable inmensidad de trámites burocráticos y quehaceres funerarios que hubiera deseado poder conjurar.
Monday, January 23, 2017
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