El moribundo brillo del faro se derrite entre el manto de niebla y el Yori, siempre acelerado e hiperactivo, consuma el milagro de fijar la mirada en un solo punto. La luz en el horizonte tiene un poder hipnótico. Los mil demonios que infestan su cabeza quedan quietos y cada músculo de su cuerpo va entrando lentamente en una calma letárgica.
El Yori Brabante se está quedando dormido en su silla reclinable y acaso el amanecer lo hubiera encontrado ahí, gozando de un sueño profundo en su balcón de lujo frente un Pacífico embravecido, pero al publicista no le será dado ver la nueva luz.
Su paranoia de cocainómano y ese sexto sentido siempre en alerta deben haber sucumbido a la hipnosis o a la modorra o de otra forma no se explica cómo es que el Yori no haya siquiera percibido la repentina irrupción a la suite. Tan sólo tiene tiempo para sentir la firmeza de un brazo izquierdo aprisionando su pecho contra la silla y un segundo después la punta de un cuchillo rajándole la yugular. Un único corte, tan preciso como profundo, capaz de abrir un tajo horizontal sobre la bifurcación carótida que pronto deviene en sangrienta catarata, un geiser rojo desparramándose sobre la terraza.
Que la muerte no fue instantánea se deduce del hecho que Sergio Brabante haya alcanzado a ponerse de pie con las dos manos sujetando su garganta abierta, aunque tampoco le es dado llegar muy lejos. Frente a él se interpone el cristalino barandal del balcón sobre cuyo borde queda doblado con los ojos abiertos petrificados sobre el vacío y la sangre goteando 21 pisos abajo. El primer destello del amanecer irrumpe furtivo en el litoral y acaso el retumbar del oleaje haya ahogado el grito que nadie escucha. El Pacífico anda en plan bravo esta mañana.
Wednesday, November 23, 2016
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