Soy y he sido un devoto lector de cuentos y novelas, pero a veces me da por creer que la única posibilidad de aspirar a una narrativa brutalmente honesta es el ensayo libre. Cuando transcurre algún tiempo sin que tope por ahí con una trama bien diseñada o un personaje de ficción capaz de sudar un poco de autenticidad, me envuelvo en la bandera de Montaigne y proclamo que la única balsa capaz de salvar a la literatura del naufragio es apostar por el desparrame ensayístico, aquel que sigue el ritmo de la divagación y el desvarío. El ensayo libre, heredero de Miguel de la Montaña es la quintaesencia del libre albedrío narrativo un desafío a las odiosas cadenas academicistas. Cuando la vibra ensayística me toma rehén, tiendo a distanciarme un poco de la novela. De repente, estoy a punto de caer en la tentación de coincidir con Valery y Breton y afirmar que no es posible leer algo tan banal como “la marquesa salió a las cinco”, aunque al final acabe siempre coincidiendo con Sergio Pitol, quien sostiene que “la marquesa nunca se resignó a quedarse en casa”. Si bien mi condición de lector omnívoro me permite la tolerancia y aún el disfrute de extremos que van de la descarada chatarra a la pretenciosa exquisitez, la realidad es que el buen sabor de boca y el deseo de inmediata relectura solo quedan por herencia después convivir con esas raras aves de la narrativa híbrida que parecen disfrutar su condición de peces con mantequilla en las manos de los críticos. Libros que demandan ser subrayados y cuyas páginas se transforman en territorio para anotaciones de un lector siempre inquieto. Libros conversacionales capaces de ir sembrado preguntas a cada párrafo. Obras que al final dejan una herencia de mil y un dudas y ninguna certeza, empezando por su propia definición. ¿Es ensayo, diario íntimo, memorias apócrifas o una gran tomadura de pelo? Quizá el mejor ejemplo para definir a este tipo de criaturas rejegas sea El arte de la fuga de Sergio Pitol, nuestro divino excéntrico, cuya erudición le permite sacarle la lengua al canon y al cliché. Pitol, en efecto, es un artista a la hora de fugarse en cada párrafo. Escapa de lo predecible, de lo encasillable, del soporífero pantano del lugar común en el que al menor descuido acaban chapoteando los narradores más maliciosos. Emblemáticos caudillos de este delicioso libertinaje narrativo son Movimiento perpetuo de Augusto Monterroso, Manuel del distraído de Alejandro Rossi y Post Scriptum Triste de Federico Campbell. Aunque no tan dispersos, Efectos personales y De eso se trata de Juan Villoro me parecen herederos de esa tradición. De otros lares puedo mencionar Formas breves o El último lector de Ricardo Piglia o acaso Suicidios ejemplares y Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas. La escritura como el diálogo interno durante una solitaria caminata o una charla de café o cantina.
Friday, August 22, 2014
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