Una madrugada cualquiera, Venecia se sorprende al notar que ha perdido el asco a limpiar secreciones. Solo entonces cae en cuenta de que en su vida se ha hecho demasiado tarde. Con el trapo aferrado en el puño, se revela ante ella la inminencia de la condena a envejecer y podrirse en ese hotel malamuertero que es, después de todo, lo más parecido a un hogar que ha encontrado en dos décadas de exilio bajacaliforniano.
La gente va a los hoteles de paso a secretar, a derramarse y dejar en las sábanas la marca de sus fluidos. Todo cuerpo humano es un recipiente: de mierda, de sangre, de sudor, de saliva, de semen, de vómitos. Las sábanas que debe limpiar Venecia todos los días de su vida son el resumidero a donde va a parar una catarata de inmundicia.
Los primeros días pensó que la repugnancia sería más fuerte. Todos los derrames posibles parecen caber en media hora de sexo furtivo. No solo es el semen pringoso entre las sábanas y las huellas de sangre menstrual, sino los sellos marrones de culos mal limpiados y los vómitos de licor barato brillado amarillentos sobre la raída alfombra. Son las colillas agujerando la colcha, las jeringas oxidadas, los focos quemados en delirio cristalero y la peste a acetona.
Al Hotel Bermejillo se va a coger, a drogarse o a morir; o a hacer las tres cosas a la vez: primero drogarse, después coger y al final morir; o drogarse y coger; o drogarse y morirse; o a chaquetearse antes del solitario adiós. Todas las posibilidades caben dentro de los cuartos que limpia Venecia, aunque desde un tiempo para acá, son cada vez más frecuentes los que solo vienen a morirse.
Friday, August 15, 2014
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