Nunca he querido creer en los mil y un epitafios que los “expertos” han dedicado a la novela, un género que en teoría emitió su canto de cisne con Joyce y Proust y que hoy no es más que un cadáver caminante. Tal vez soy algo iluso, pero tiendo a creer que la novela vivirá mientras exista un solo lector para quien tenga sentido abstraerse en su irreal atmósfera. Pese a todo, y sin afán de hacer coro con los sepultureros del género, debo admitir que hace algún tiempo no topo con algún emblemático personaje de ficción o alguna trama inteligente nacida en la cabeza de un novelista. Hago un breve repaso mental y reparo en que muchos de los mejores libros que he leído en los últimos dos años son desgarros autobiográficos, dramas donde el escritor o un familiar son el personaje principal y donde la narrativa surge como una suerte de exorcismo o ejercicio de constelación. No es que sea algo nuevo, pero a veces me da la impresión de que para poder escribir un libro brutalmente honesto y profundo, es preciso que el narrador se encuentre inmerso en un proceso de duelo. Tal vez el ejemplo más extremo sea Canción de tumba, de Julián Herbert, acaso la más desgarradora obra escrita por un narrador mexicano que he leído en el último lustro. Herbert comienza a escribir al pie de la cama de hospital donde su madre agoniza. Con crudeza y humor negro, Hebert nos arrastra por un sismo ontológico, una cirugía mayor del complejo de Edipo al intentar retratarnos de cuerpo entero a una madre prostituta. Otro reciente ejemplo de un escritor mexicano que transformó en literatura un drama familiar, es El cerebro de mi hermano de Rafael Pérez Gay, una brevísima obra que se lee en una tarde en la que el narrador nos lleva de la mano al acelerado deterioro neurológico de su hermano José María, víctima de la esclerosis múltiple. Una lectura reciente que me ha dejado huella es Lo que no tiene nombre, donde la poeta colombiana Piedad Bonett narra el suicidio de su hijo Daniel, sumergido en los abismos interiores de la esquizofrenia, un libro donde no hay ni pizca de vocación plañidera y sí en cambio una mirada profunda al drama de un enfermo mental. Si Piedad Bonett es la madre que narra el suicidio del hijo, la francesa Delphine De Vigan es la hija que narra el suicidio de la madre en Nada se opone a la noche, un duro ejercicio constelar en donde la autora va quitando el polvo que infesta los esqueletos yacientes en los closets de la familia. A estos cuatro ejemplos de muertes en la familia transformadas en literatura, debo sumar no pocas autobiografías o ejercicios confesionales de escritores consagrados donde lo mejor me ha parecido Diario de invierno de Paul Auster y Yo también me acuerdo, sui generis invocación a la libre asociación de la memoria ejecutada por Margo Glanz, cuyo resultado es uno de los más originales experimentos autobiográficos que he leído en mi vida. Sin embargo, pese a la huella profunda que han dejado todos estos libros, hay noches en que siento nostalgia por aquellos narradores que sabían contar mentiras.
Thursday, August 21, 2014
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