Algunos combaten el estrés apretando pelotas de goma; otros fuman, contemplan pescaditos, se hacen masajes o escuchan música relajante. Cada quien se diluye como puede. A mí lo que me funciona desde pequeño es ver mapas. Nada me abstrae y me relaja tanto como la contemplación de un planisferio. Puedo pasar horas sumergido en él. Al leer nombres de ciudades, ríos y montañas, me posee la misma emoción que embargaba a los marinos del Siglo XV mientras contemplaban cartografías fantásticas repletas de sirenas, abismos oceánicos y bestias marinas. Aunque el ojo voyeur de Google maps presuma mirar todas las intimidades del planeta, nuestro mundo siempre será una Terra Incógnita y nosotros unos perfectos extraños. A menudo imagino las mil y un calles que nunca caminaré, los millones de rostros contemporáneos que jamás se cruzarán con el mío, los infinitos paisajes prófugos mis ojos. Es entonces cuando reparo en lo improbable de este tejido, el capricho de la extravagante aleatoriedad que me ha llevado a desparramar atardeceres precisamente aquí, junto a un Pacífico rejego e insurrecto. Imagino los ojos extranjeros que en este momento se pierden en un planisferio al otro lado del planeta y miran la Península de Baja California con la extrañeza y la curiosidad que nos inspira lo más remoto, y aunque contemplen estas calles a través de un mapa digital, su cabeza reconstruirá una ciudad extraña, ignota, distante o acaso invisible a nuestra mirada.
Tuesday, August 19, 2014
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