Con su respectiva lluvia pasando lista rigurosa se acaba la primera mitad del año. Nuevos atardeceres arrojados a la canasta del olvido. Por un asfalto eternamente empapado se desliza mi bicicleta y mis sueños rotos. Hoy soy apóstata de todas las mitologías. La lluvia arrojó puntual su furia y puntual fue a ocultarse; a las siete quedaba por herencia la luz del atardecer desparramada en los charcos. Busco perderme en improbabilidades urbanas y jugarle trampas a la coherencia, aunque la vida me jure tener sentido, al menos de vez en cuando. Seis meses son arena, polvo en huracán.
Soy un compulsivo explorador de librerías. A estas alturas, podría trazar la cartografía de todos los sitios que venden libros en el corazón de esta urbe. Por las noches, cuando regreso de trabajar, paro ritualmente en el Péndulo de La Condesa. Los empleados se han acostumbrado a mi presencia. El güero loco de la bicicleta que llega cada noche a las 22:30. Me pierdo en la librería como quien se pierde en la cantina. Actúo como lo que soy: un teporocho de los libros. Mi única manera de desintoxicarme del día y de ese karma llamado vida real es colocarme en medio de de donde hay libros, miles de libros. Ni siquiera con afán de consumo o posesión. Me basta con estar rodeado de ellos para exorcizar a mis demonios. Mis visitas a las librerías son compulsivas, enfermizas, delirantes. Crecí entre libros y entre libros necesito estar al menos unos minutos al día para no naufragar en la altamar de la vida real y no sepultarme bajo toneladas de cordura. Me coloco entre los libros como quien carga energías. Después saldo de ahí y cuando la bicicleta rueda camino a casa las cosas se han puesto en su sitio y pienso en las mil y un historias que he soñado y no escribiré y en las vidas posibles de de los personajes que no alcanzarán nunca la estepa del papel en blanco. Pienso en todos esos libros que me sonrieron, como una puta en burdel; en los libros que me prometieron paraísos y viajes a delirios ignotos, los libros que por tres segundos y medio me interesaron antes de desviar la vista. La inmensa y eterna biblioteca de los libros que me llamaron y que sin embargo tengo la certeza de que no voy a leer nunca. La historia de lo que pudo haber sido; la historia de lo que pude haber leído.
Se supone que voy a las librerías con fines prácticos, haciendo exploraciones de tipo mercantilista, para ver en qué lugar tienen colocado mi libro y de qué manera se está vendiendo. En el Péndulo de La Condesa queda un solo libro mío. Los otros nueve se han vendido. El único sobreviviente tiene una magulladura en el dorso y dudo mucho que se venda. En el Péndulo de Polanco se han venido cinco y los cinco restantes los han colocado en la sección de biografías, a lado de Hitler, Alejandro Magno y Steve Jobs. En la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo hay un altero de más de cien, pues en ese feudo todo tiende a lo marco. 29 libros se han vendido en esa sucursal. Dos se han vendido en la librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica, seis en el Péndulo de Zona Rosa y cuatro en librería Coyoacán. Mi libro está ahí, conviviendo con sus vecinos.
Sunday, July 01, 2012
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