Eterno Retorno

Sunday, July 18, 2010



Pero al llegar a la Avenida Morones Prieto, un infierno de agua chocolatoza nos bajó de nuestra nube. La cancha no había quedado en mal estado. Simplemente no existía ya. No había cancha, ni ciclopista, ni alberca olímpica, ni mercado, ni carretera. Sólo un torrente furioso de agua color marrón en donde se alcanzaban a distinguir las llantas de cuatro autobuses arrastrados por la corriente con todos sus pasajeros adentro. Aquel domingo 17 de septiembre, día en que íbamos a jugar la final del campeonato del que éramos amplios favoritos, se consumó el peor desastre en casi 400 años de historia regia. La unidad deportiva más grande del mundo yacía sepultada en lodo bajo un torrente devastador. “El río volvió a ser río”, dijo Don Remigio con resignación.

-Los ríos, aunque estén secos, fueron hechos para llevar agua y algún día, tarde que temprano, agua volverán a llevar-, DSB

Hace poco, escribí un cuento sobre el Gilberto y sus efectos en las ligas futboleras amateurs y lo escribí suponiendo que jamás volveriamos a vivir un desastre semejante. Inmerso en el desastre que dejó mi propia tormenta electoral , no había reparado en la magnitud del daño que esa pesadilla llamada Alex dejó en mi tierra. Ahí va un fragmento de esa ficción:

En medio, el Río Santa Catarina, eternamente seco, invadido por hordas de futbolistas corriendo entre el polvo como enjambres de abejorros. En la tarde de un sábado o domingo cualquiera, ruedan sobre el río más de 100 balones al mismo tiempo, entre uniformes de todos los colores e infaltables descamisados. Río-hormiguero, catedral de atletas y teporochos, de puesteros de fayuca y parafernalia robada, de cazadores de chucherías y exploradores de abismos. La unidad deportiva más grande del mundo, le llama pomposamente el gobierno, con alberca olímpica y una ciclopista de más de 45 kilómetros que corre desde el puente de Santa Bárbara en San Pedro hasta la Fundidora y un mercado con más de 3 mil puestos abajo del Puente del Papa, donde es posible encontrar el estéreo que te han robado en la mañana. Hogar de miles de familias, refugio de prófugos, territorio de pandillas, altar de pasiones futboleras donde aprendí que patear un balón es una de las razones por las que la vida merece la pena ser vivida.

Pobre Monterrey. Parece ser que los jinetes del Apocalipsis usaron la silla del cerro para los lomos de sus caballos. La sierra no tiene madre y la mitra está colocada sobre la cabeza de algún obispo infernal. ¿Qué pecados está pagando la ciudad que me recibió el mundo?

La ciudad que cada diciembre me recibía con esa carita de primer mundo, con esa petulante suficiencia tan texana, la ciudad donde nunca me pasó nada malo y que caminé y recorrí en bici de cabo a rabo a toda hora. Pobre Monterrey. Prefiero quedarme con los recuerdos de la ciudad que ya no volverá a ser. A mí no me tocó vivir su podredumbre. Por fortuna fui niño en una ciudad donde la mesa estaba puesta para tener una infancia feliz. Del Río Santa Catarina a la Quinta, cruzar caminando el Puente Mira Valle, tomar la bici y comerte las calles. Mis paisanos son soberbios, cierto (tan soberbios como algunas personas insisten en decir que yo soy) pero la soberbia tiene otras formas de agredir o al menos nadie pudo matarme con balas de petulancia. Tristemente, las balas que deambulan hoy en día por Monterrey no son espirituales ni metafóricas.

Con los pelos de la burra en la mano lo afirmo: en Monterrey el ciudadano común está mucho más expuesto que en Tijuana. En calles regias es mucho más factible que te caguen a tiros, te asalten o te bajen de tu carro en un narcobloqueo. Para que me entiendan, en toda la historia de Tijuana jamás ha habido un narco-bloqueo. Cierto, aquí ha habido balaceras que Irak envidiaría y la cofradía de los marranos nos acostumbró a desayunar con dantescas carnicerías, pero con todo el horror que hemos vivido a cuestas, el tijuanense puede andar más tranquilo por la vida.